Elecciones técnicamente empatadas. Sociedades partidas exactamente al medio. Con visiones de la realidad diametralmente opuestas y formas extremadamente violentas de sostener sus posturas. Líderes mesiánicos y falta de espacio político para cualquier líder que intenta la moderación.

Es la radiografía de buena parte de las democracias presidencialistas del mundo. El sistema tiene una falla “en su matrix”, por eso vivimos un permanente ”deja vu". 

La democracia presidencialista es un gobierno de mayorías que encierra la ficción de que todos aceptan el dictado de tal mayoría y unánimente respaldan al electo.

Para evitar la debilidad de los gobiernos con bajo caudal de votos, este tipo de sistemas ha ido incoporando la segunda vuelta electoral, que crea la ficción de que, quien haya ganado, tiene mas de la mitad de los votos como respaldo a su magistratura.

Pero cuando incluso con ese mecanismo, alguien gana la elección por menos de dos puntos porcentuales, nadie ganó, la ficción de la unanimidad es imposible. Y cuando el derrotado es un líder de masas mesiánico y violento, mucho menos.

Ganar por menos de 2% de los votos es empatar. Pasó en los Estados Unidos, cuando Joe Biden le ganó a Donald Trump, por centésimas en tres estados clave y se quedó con la presidencia. Pasó en Perú, porque entre Pedro Castillo y Keiko Fujimori hubo décimas en la segunda vuelta. El ganador, no duró mas de un año.

Ahora pasa en Brasil, porque Lula ganó, con un discurso moderado, de hecho, compuso su gabinete con una coalición que incluye ex rivales de la derecha moderada del Brasil, pero técnicamente empató, los seguidores de su rival, Jair Bolsonaro no aceptan el resultado, con la excusa de que es exiguo. 

Los empates no definen nada. Las sociedades partidas agigantan su grieta ante esos resultados y el sistema ofrece una falla sin solución. La activa participación social en los asuntos públicos mediante el uso de redes sociales, agiganta el fenómeno, la autoconvocatoria y la crisis.

Por otro lado, los gobiernos de coalición en sistemas presidencialistas no pueden enfrentar crisis institucionales de gravedad. Ese es otro defecto de la democracia presidencialista.

El sistema debe explorar soluciones porque está fallando y se enfrenta a sucesivas explosiones sociales, más allá claro, de los líderes que utilizan estas defecciones para su propio beneficio.