Hay muchos futbolistas que se transformaron en leyenda por lo que consiguieron hacer dentro de la cancha y otros que construyen su mito en torno a lo hecho afuera, en base a su particular carácter, sus excentricidades o su modo de vida. Pero el caso de Carlos Henrique Raposo es único, porque el brasileño logró transitar una carrera profesional de 20 años sin un sólo logro de los del primer tipo: adentro del campo de juego. Una historia que se transformó en un mito del engaño y la mentira.

Raposo, apodado el “Kaiser”, por un supuesto parecido físico a Franz Beckenbauer, no tenía ninguna cualidad para el fútbol ni el más mínimo interés en poseer virtudes para practicar el deporte. Su único anhelo era vivir la vida de un jugador de fútbol, en cuanto tener un pasar económico superior al de la mayoría y frecuentar un ambiente nocturno especial.

Su primer paso, a mediados de los años 80’, involucró a un equipo de la argentina. En una de sus tantas incursiones en bares y boliches de Rio de Janeiro, en las que ya no buscaba solamente pasar un buen rato, sino también poner en marcha un plan maestro, logró conocer a varios jugadores de Brasil, entre ellos a Maurício de Oliveira Anastácio, un peso pesado del Botafogo que además representaba futbolistas.

Mediante su particular carisma y capacidad de oratoria convenció al jugador y a todos los que lo rodearon de sus pasados éxitos deportivos. Afirmó haber sido parte del equipo campeón del mundo de Independiente, de 1984, aquel que le ganó la final de la Copa Intercontinental al Liverpool en Tokio. Y, para colmo, tenía una foto que lo corroboraba: poseía una de esas clásicas imágenes recortadas de una revista de la época en la que se podía ver al equipo formado y abajo la descripción de cada uno de los nombres. 

Independiente campeón de la Copa Intercontinental 1984. El primero de arriba, a la derecha, el verdadero Carlos Enrique. Foto del diario El Gráfico.
Independiente campeón de la Copa Intercontinental 1984. El primero de arriba, a la derecha, el verdadero Carlos Enrique. Foto del diario El Gráfico.

Con su astucia, Raposo afirmó ser uno de los da la foto: Carlos Enrique. Logró convencerlos de que era él y de que su apellido había sido mal escrito. Claro que se trataba del “Loco” Enrique, lateral izquierdo de aquel mítico equipo de José Omar Pastoriza y hermano del “Negro” Enrique, campeón del mundo en México 1986. Pero, ¿cómo llevarle la contra a una persona que se mueve con tanta seguridad y con tan pocos medios para constatar su palabra?

El “Kaiser” se convirtió en jugador de Botafogo. En realidad, es una forma de decir; firmó contrato con el equipo, pero no disputó un sólo partido. Ni siquiera era un fanático frustrado, que buscaba probarle al mundo su error y demostrar en cancha su talento. Él sólo pretendía transcurrir su vida con su contrato firmado y en un ambiente especial, por lo que desarrolló un método.

“Iba a los entrenamientos y a los pocos minutos de ejercicios me tocaba el muslo o la pantorrilla y pedía ir a la enfermería. Durante 20 días estaba lesionado. En esa época no existía la resonancia magnética. Cuando los días pasaban, tenía un dentista amigo que me daba un certificado médico con algún problema físico. Y así pasaban los meses”, afirmó a Globo Esporte tras su retiro.

Nadie siquiera sospechaba de su fraude. Según sus propias palabras, en Botafogo creían que tenían a un crack que no podían aprovechar por su situación física. Pasado el tiempo, para evitar levantar sospechas decidió que era momento de irse, pero no de dejar su nuevo estilo de vida. De manera increíble y sin haber jugado un minuto en Botafogo, pasó a Flamengo, a donde lo llevó nada más y nada menos que el legendario Renato Gaúcho, multicampeón e ídolo del equipo que actualmente es el director técnico. 

Pero allí tampoco jugó. Siempre con el cuento de las lesiones, llegaba a los entrenamientos con un teléfono de los primeros celulares en la mano y simulaba conversaciones en inglés en las que supuestamente lo pretendían de Europa. Finalmente fue al exterior, donde pasó por el Puebla de México, Patriots de Estados Unidos, Ajaccio de Francia y finalizó en Brasil en Bangú, Fluminense, Vasco Da Gama y América de Natal.

En Bangú una situación puntual lo puso entre la espada y la pared. Estaban cansados de sus lesiones y de tanto insistirle tuvo que ceder y aceptar ir al banco de los suplentes. Su equipo perdía 2 a 0 y el DT recibió un llamado directo del presidente del club, que solicitaba el ingreso de Raposo de manera inmediata. 

El entrenador lo mandó a calentar, pero él, astuto, ante la posibilidad de quedar expuesto, comenzó los ejercicios precompetitivos, se acercó a la tribuna visitante y luego de recibir un par de insultos se metió entre la gente a pelearse. El resultado es obvio: fue expulsado antes de que pudiera entrar.

La leyenda cuenta que en su paso por Fluminense fue muy presionado y tuvo que saltar a la cancha en cinco partidos, hasta poder simular una lesión de mayor gravedad y alejarse definitivamente. Parece un cuento de Roberto Fontanarrosa, pero es la increíble historia de un futbolista con buena presencia, carisma y querido por sus compañeros, que se abusó de la escasez de medios de una época particular para chequear determinadas cuestiones y cumplir su sueño: vivir como un jugador sin serlo ni por un minuto.