Es cierto que la derrota ante Arabia Saudita abrió una puerta que de otra manera quizás hubiese estado bastante más sellada. Pero, de todas maneras, no es para nada sencillo meterse en el corazón de un equipo que viene de ser campeón por primera vez en 28 años.

Enzo Fernández derribó todos los muros a puro fútbol. Desde su primera intervención en la Copa del Mundo, penetró la idea de que equipo que gana no se toca y hasta se adentró en un grupo constituido, en el que él ingresó sobre el final.

La chance no la podía desaprovechar y no lo hizo. Se ganó su lugar en una posición que no es su favorita y se adueñó no sólo del puesto sino también de la zona. No sufrió mermas por los cambios en los compañeros que lo rodearon, ni por las modificaciones tácticas y tampoco por los diversos sistemas.

De único volante central se apoderó del timón, con otro mediocampista se soltó y pisó el área rival, con cinco defensores entendió el espacio que debía dejar para la salida de alguno de los defensores a modo de líbero. Demostró una compresión soberbia del juego, en lo más conceptual y también en las decisiones mínimas que, acumuladas, hacen la diferencia.

De espaldas o de frente, con coraje o con sapiencia, con pases filtrados o seguros al pie, el surgido de River y potenciado por Defensa y Justicia es uno de los mejores jugadores del Mundial y los gigantes del mundo hacen cola para contar con él.