Las consecuencias de la victoria de Argentina ante Países Bajos aún resuenan. Mucho más los pormenores, las declaraciones posteriores y las pequeñas disputas que se suscitaron en el marco lógico de un clima que se encendió por las circunstancias pero que había sido precalentado por muchos de los que ahora ofician de jueces de las buenas costumbres.

Muchos medios del Viejo Continente, curiosamente, la mayoría de países que ya no juegan el Mundial, han iniciado una cacería de los futbolistas argentinos por supuestas actitudes repudiables en el marco de la celebración del triunfo.

Claro que la postura de mirar desde arriba con pretendida superioridad no es ni novedosa ni sorprendente y tampoco se circunscribe solamente al deporte. Menos asombroso aún es el hecho de generar los cimientos de un conflicto para luego horrorizarse al verlo edificado.

La altanera pose eurocéntrica no es permeable al más mínimo grado de autocrítica. Esa forma de vida impide a todas luces tomar consciencia del error, de lo que pueden haber incomodado tanto declaraciones previas como intercambios durante el partido, y ni hablar del acoso hacia, por ejemplo, Lautaro Martínez, a la hora de ejecutar el penal decisivo.

Al no considerar de modo alguno el error inicial, no se evalúa la escalada de malestares como una consecución de pasos lógicos respecto del anterior. Una palabra de más lleva a un gesto de evidente bronca, lo que a su vez genera otra reacción en caliente que no escapa a esa lógica y genera un nuevo pequeño foco de conflicto que alimenta al principal. En ese esquema, la única forma de generar un villano es no reconocer el más mínimo error propio. De otro modo es imposible situarse en el lugar del inmaculado. Pero, una vez más, si repasamos la historia humana, nada de esto es novedad.

Esa misma historia permite entender también que para algunos quizás no sea realmente una mera postura la de la superioridad ética. Quizás consideren que todas las provocaciones previas no son tales, sino que son lecciones de cómo vivir que por el lugar que la humanidad les ha dado pueden dar desde un púlpito. Esa idea, además de errónea, implicaría un atraso intelectual de unos 100 años al menos.

Es evidente que también existen locales que se han subido a la gazmoña oleada. Es prudente no dejarlos afuera de este análisis aunque también es necesario distinguir que sus motivaciones son diferentes: los mueve la mediocridad. Muchos de quienes padecen la insignificancia de sus labores acuden cual si fuera un refugio bendito a una posición condenatoria, que les permita, al menos por un instante, sentirse superiores en algo al que realmente tiene éxito. Cada tanto salen del pozo y tienen un momento para señalar y regodearse en la falsa creencia de que, al menos en algo, pueden estar a la par de un genio porque el genio también se equivoca. Aún si eso fuese cierto, entre la genialidad y la mediocridad hay diferencia hasta en el yerro.