“Prohibido prohibir”, podríamos decir parafraseando el viejo slogan del mayo francés que puso en cuestión la proscripción como forma de pedagogía. En sentido contrario,  el GCBA acaba de dictar una resolución que prohíbe el uso del lenguaje inclusivo en las escuelas. Los fundamentos apuntan a que los resultados de Lengua obtenidos por los estudiantes en las evaluaciones realizadas tras la pandemia "no son buenos" y que en "comprensión lectora tenemos un retroceso de casi 4 años".  "Es una medida para facilitar la forma en que nuestros chicos y chicas aprenden y adquieren el lenguaje", afirmó Soledad Acuña, Ministra de Educación de la Ciudad de Buenos Aires.

A simple vista achacar al lenguaje no sexista las fallas de aprendizaje no parece ser un argumento válido. La educación en nuestro país lleva décadas de graves problemas estructurales: aulas sin calefacción, falta de recursos, docentes precarizados, chicos sin acceso a los servicios básicos,  falta de conectividad durante la pandemia, programas y metodologías de estudio obsoletos. Llama la atención que se atribuya semejante efecto al lenguaje inclusivo cuando existen profundas carencias en todo el sistema educativo.   

Por otra parte, limitar el uso del lenguaje no parecería ser una buena estrategia de aprendizaje para jóvenes que están creciendo en una democracia. Lo que no se nombra no existe, dicen los lingüistas, y el lenguaje inclusivo surgió de una necesidad de nombrar aquello que permanecía invisible.  Me refiero a personas trans y no binarias que sienten que el lenguaje las nombra  por primera vez.  Estas expresiones llevan también a la reflexión sobre el uso del masculino genérico: ¿por qué cuando en una sala hay diez mujeres y un hombre debemos decir “todos”?  

Es un debate  interesante en el que podemos o no estar de acuerdo, pero es válido para reflexionar sobre cómo hablamos y de qué manera nombramos.  Lo que no se puede hacer es descalificar al que piensa distinto (para uno u otro lado) y mucho menos prohibir o imponer al otro cómo tiene que comunicarse. Es tan malo imponer un cambio en el uso del lenguaje como prohibirlo. 

La especulación política también se introdujo, lamentablemente, en este tema. Abordar el lenguaje no sexista desde la grieta y pensarlo en términos político-partidarios es encarar la discusión con una mirada muy corta.  El debate existe en distintos idiomas y en todo el mundo: en Estados Unidos muchas personas no binarias optaron por el pronombre “they”, en francés el lenguaje inclusivo plantea dilemas por lo complicado de la escritura,  en Alemania y España el tema también ha polarizado a la sociedad. 

No es un debate de la política partidaria argentina y tampoco es un debate nuevo: en las principales universidades de Estados Unidos desde la década del ’70 circulan escritos académicos con  “she” como pronombre genérico y expresiones como “womyn” (en lugar de “women”).

La verdadera discusión no es gramatical sino cultural, no estamos hablando del uso correcto o incorrecto de la lengua,  sino de cómo reconocemos la diversidad sexual en el lenguaje y qué lugar ocupamos las mujeres en lo que se nombra.

El respeto a la libertad de expresión también debería aprenderse en las aulas: escuchar a quien piensa diferente, respetar la manera que cada uno elija para expresarse, propiciar que la mayor cantidad de gente se sienta nombrada. Prohibir para mejorar aprendizajes es una contradicción. Se aprende en libertad, con reflexión, con pensamiento crítico, no con prohibiciones.