En vísperas del encuentro entre Vladimir Putin y Xi Jinping en Samarcanda, capital del antiguo sultanato de Uzbekistán y corazón de Asia, estalló otra guerra. La de Azerbaiyán y Armenia por Nagorno Karabaj. Un desafío para Rusia, garante del cese el fuego acordado después de seis semanas de combates y de 6.500 muertos en 2020. Si bien ninguno de los dos se atribuyó el primer tiro, el presidente azerí, Ilham Aliyev, con el apoyo de su par turco, Recep Tayip Erdogan, aprovechó la ocasión para marcar el terreno y desnudar la debilidad del primer ministro armenio, Nikol Pashinian, asediado en casa por su plan de ceder el territorio en disputa.

El precio para Armenia significaría renunciar a un enclave cuyos habitantes consideran propio desde siempre. En especial, desde que terminó la guerra separatista en 1994, más allá de que en los papeles pertenezca a Azerbaiyán. La tregua precaria, tras dos días y más de 200 muertos, no supuso el final de una causa delicada que ambos asocian con la reivindicación de sus derechos. El conflicto data de finales de la década del ochenta, cuando Nagorno Karabaj, de 11.500 kilómetros cuadrados poblados mayoritariamente por armenios, pidió su incorporación a Armenia, prólogo de una guerra que causó unos 30.000 muertos.

Era el final de la Unión Soviética. Los armenios, después de las trifulcas de 1988, crearon un Estado independiente de facto no reconocido por la comunidad internacional. Armenia apoya desde entonces el derecho a la autodeterminación de la República de Artsaj, aunque en términos prácticos sea algo así como su hija dilecta, como lo muestra el documental Somos nuestras montañas, del cineasta uruguayo Federico Lemos, estrenado en Montevideo, Buenos Aires y otras ciudades a pesar de las denuncias de Azerbaiyán sobre un presunto acto de provocación y de desinformación de la numerosa diáspora armenia.

En Stepanakert, la capital de Artsaj, y sus alrededores nada remite a Azerbaiyán, excepto las casas y las fábricas bombardeadas, los muros agujereados y un límite, la Línea de Control controlada por soldados armenios que aconsejan no pispear por las mirillas ante el riesgo de un disparo. De allí surge la duda: ¿por qué un pueblo de mayoría cristiana, no musulmana como la azerí, con idioma, tradiciones, moneda y bancos armenios debe someterse a los designios del que reclama su soberanía con el respaldo de Turquía, cuyos gobiernos jamás reconocieron el genocidio de un millón y medio de armenios entre 1915 y 1923 durante el extinguido Imperio Otomano?


Las raíces armenias de Nagorno Karabaj, en la región del Cáucaso, datan del primer milenio antes de Cristo. La anexó el Imperio Ruso en 1805. Después de la Revolución Rusa de 1917 y de una breve independencia comenzó la controversia entre Armenia y Azerbaiyán. El gobierno azerí proclamó su anexión en 1919. La Asamblea General de los armenios de Karabaj se opuso. El gobierno británico medió a favor de Azerbaiyán, apoyado por el Imperio Otomano. Entre 1918 y 1920, el 20 por ciento de los armenios fue aniquilado. La Sociedad de Naciones, émulo de la ONU, y las principales potencias no reconocían a Azerbaiyán.

Rusia, Francia y Estados Unidos, que presiden el Grupo de Minsk, de la Organización para la Seguridad y Cooperación en Europa (OSCE), buscan desde 1992 una salida del laberinto. Imposible. El cese el fuego acordado en 1994 fue violado varias veces. Siempre por culpa del otro. Ninguno acepta una solución a medias. En Everán, la capital de Armenia, la presidenta de la Cámara de Representantes de Estados Unidos, Nancy Pelosi, condenó “los ataques ilegales y mortíferos por parte de Azerbaiyán contra el territorio armenio”. La declaración de Pelosi, después de haber irritado a Xi en agosto con su visita a Taiwán, desató la furia de Aliyev. La interpretó no sin razón como la postura del gobierno de Joe Biden.

La guerra estalló dos semanas después de una reunión entre Aliyev y el primer ministro armenio Pashinian en el Consejo Europeo, en Bruselas, para convertir el alto el fuego de 2020 en la hoja de ruta de un proceso de paz. En un par de semanas y en un par de días aquello volvió a foja cero. Desatado el fuego, Pashinian, reelegido en 2021 en el cargo que ocupa desde 2018 tras unas protestas multitudinarias contra las élites políticas, pidió ayuda a la Organización del Tratado de Seguridad Colectiva (OTSC), que comparte con Rusia, Bielorrusia, Kazajistán, Kirguistán y Tayikistán. Si uno de los miembros es agredido, los otros deben intervenir.

Recado para Putin, enfrascado en el atolladero de Ucrania e impedido de enviar refuerzos a Nagorno Karabaj, pero pendiente de un mapa de seguridad del Cáucaso que, como Ucrania, sea ajeno a la OTAN. En julio, el gobierno de Aliyev y el Consejo Europeo firmaron un acuerdo para duplicar los envíos de gas a Europa desde Azerbaiyán, subordinado a Turquía, socio crítico de la OTAN y, a su vez, único mediador entre rusos y ucranianos. A raíz de las sanciones occidentales contra Rusia, Azerbaiyán se convirtió en una de las principales vías de entrada y salida de mercadería y energía en el territorio ruso.

Juegos a dos bandas mientras en Samarcanda, sede de la cumbre de la Organización de Cooperación de Shanghái (OCS), Putin estrechaba la mano de Xi, ambiguo en la guerra en Ucrania antes de hacer y ser historia en octubre con su reelección para un tercer quinquenio por el Congreso del Partido Comunista de China y de ponerse a altura Mao Zedong y de Deng Xiaoping. Uno fundó la república popular. El otro la hizo próspera. Xi, según los suyos, “la hará fuerte y gloriosa”. El aparente amor sin fronteras con Putin le da rédito en otra guerra. La que mantiene con Estados Unidos desde los tiempos de Donald Trump.

El despliegue ruso en Nagorno Karabaj, con 1.960 efectivos, vehículos blindados y 27 puestos de control lejos del frente, intentó relegar a un papel secundario a Turquía, pero omitió el afán de Erdogan de aumentar su influencia en el sur del Cáucaso, de desplegar el músculo militar en el exterior para mantener el apoyo doméstico en medio de la crisis económica y de componer la relación bilateral con Armenia en reuniones periódicas en Viena que no incluyen el reconocimiento del genocidio. Le envía ahora un mensaje de amenaza a Armenia y otro de precaución a Rusia. Esenciales en estos juegos ambivalentes en los que todos pierden algo.

Jorge Elías

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