Unos tanto y otros tan poco.  Elon Musk, el hombre más rico del mundo, planteó en Twitter la posibilidad de vender acciones de Tesla si el Programa Mundial de Alimentos podía demostrarle de qué manera una donación de  US$6.000 millones aliviaría el hambre en el mundo. “Debe ser una contabilidad de código abierto, para que el público vea con precisión cómo se gasta el dinero”, desafió. 

Ni lerdo ni perezoso salió a responderle David Beasley, director del Programa Mundial de Alimentos: “Elon Musk, usted pidió un plan claro y libros abiertos. ¡Aquí está!. Estamos listos para hablar con usted, y con cualquier otra persona que se tome en serio el salvar vidas”.  Adjuntó luego  los pasos a seguir para ayudar a 42 millones de personas en 43 países con un presupuesto de USD 6.600 millones, cerca del el 3 % de la fortuna del empresario. 

La plata se repartiría así: US$3.500 millones para alimentos y envío, US$2.000 millones para cupones de alimentos y efectivo, y el resto para gastos organizativos. Los 10 países que más recursos recibirían serían: Congo, Afganistán, Yemen, Etiopía, Sudán, Sudán del Sur, Venezuela, Haití, Siria y Pakistán.

Más allá del desafío en el que dos hombres miden su poder para terminar con el flagelo del hambre, la noticia refleja la desigualdad en la que vivimos: el 3 % de la fortuna de un hombre alcanzaría para saciar el hambre de 42 millones de personas. 

En un mundo en el que 811 millones de personas -la décima parte de la población mundial- padece subalimentación (ONU, 2020), asistimos, por otra parte, a una insólita carrera espacial en la que megamillonarios como Jeff Bezos, Richard Branson y el propio Elon Musk pugnan por ver quién conquista primero el espacio exterior para manos privadas.

El desafío entre Musk y Beasley me llevó un libro monumental de Martín Caparrós, El Hambre, en el que hace esta reflexión:
“Usted, lector amable, tan bienintencionado, un poco olvidadizo ¿se imagina lo que es no saber si va a poder comer mañana? Y más: ¿se imagina cómo es una vida hecha de días y más días sin saber si va a poder comer mañana? ¿una vida que consiste en esa incertidumbre, en la zozobra de esa incertidumbre y el esfuerzo de imaginar cómo paliarla, en no poder pensar casi en nada más porque todo pensamiento se tiñe de esa falta? ¿Una vida tan restringida, tan cortita, tan dolorosa a veces, tan peleada? (…) Entre tantas preguntas que me hago, que este libro se hace, hay una que sobresale, que repica, que sin cesar me apremia: ¿Cómo carajo conseguimos vivir sabiendo que pasan estas cosas?”