Dolía verlo, la cara estrellada en la arena, el mar despeinándole el pelo corto, la espalda empapada, los brazos extendidos hasta la cintura, las palmas hacia atrás, la camiseta roja, las bermudas de jeans, las zapatillas. Tenía apenas tres años de edad. Parecía un muñeco desvencijado. El cadáver de Aylan Kurdi, hallado en la playa de turca de Bodrum en septiembre de 2015, era más que eso. Era el grito sordo de miles de familias que, asediadas por el horror, huían como la de él de Siria y de otros confines inhóspitos. Era, también, la impotencia de un padre al que se le había escurrido su hijo, la vida, la esperanza, de las manos.

La imagen de Aylan despertó indignación y solidaridad. El impacto duró poco. Europa vive ensimismada en sus problemas: la crisis económica y social de Grecia, el conflicto de Rusia con Ucrania, el referéndum británico sobre su membrecía a la Unión Europea y el ascenso de la ultraderecha en Austria con un coro de vítores del Frente Nacional francés, el Partido de la Libertad holandés, la Liga del Norte italiana, Vlaams Belang de Bélgica y Alternativa para Alemania. No necesita importar e incorporar dramas ajenos, aunque esa indiferencia, rayana en la insensibilidad, atente contra sus principios y fomente la amnesia.

Es el reverso de 1989. El día y la noche tras las ilusiones que despertó la caída del Muro de Berlín. La metáfora de la libertad, con la reunificación de Alemania, la implosión de la Unión Soviética, la consolidación de la Unión Europea y el supuesto final de la Guerra Fría, derrapó veintiséis años después en la metáfora del miedo. Muros, vallas y alambradas cierran el paso de miles de refugiados de Francia al Reino Unido, de Grecia a Turquía, de Macedonia a Grecia, de Eslovenia a Croacia, de Austria a Eslovenia, de Hungría a Eslovenia, Croacia y Serbia… Y así sucesivamente.

Esa gran muralla, cuya longitud ha sido estimada en 1.200 kilómetros a un costo de 500 millones de euros, amenaza con pulverizar uno de los logros de Europa: el espacio de libre circulación de Schengen, que eliminó los controles fronterizos desde 1995. El otro es la moneda única. Las restricciones pudieron hallar como excusa los atentados terroristas en Francia y en Bélgica, así como antes en España y el Reino Unido, pero el refuerzo de los sistemas de seguridad, sumado al recrudecimiento de la xenofobia y el auge de los partidos de ultraderecha, tiene un solo fin: atajar la ola de inmigrantes, la peor desde el final de la Segunda Guerra Mundial.

En marzo de 2016, la Unión Europea confió en que el dilema de los refugiados iba a ser resuelto por Turquía, reasentándolos en su país. Eso incluía la repartición desde Grecia e Italia hacia otros países del continente. En el fondo, más allá del acuerdo económico con el gobierno de Recep Tayyip Erdogan, se trató de “una abdicación de la responsabilidad moral y legal de Europa de brindar protección a quienes la necesitan”, según Médicos sin Fronteras (MSF). En resumen, “empujar a la gente de vuelta al último país de tránsito convierte el asilo en una moneda de cambio política para mantener a los refugiados tan lejos de las fronteras y de los votantes europeos como sea posible”.

Los refugiados provienen de Siria, Irak, Afganistán, Somalia, Libia, Eritrea, la República Central Africana, Sudán del Sur, Nigeria, la República Democrática del Congo y Myanmar. En un país remoto como Argentina la actitud es diferente: la mayoría de los consultados por Amnistía Internacional está de acuerdo con albergar refugiados hasta en sus casas. La encuesta global incluyó a 27.000 personas en 27 países de todos los continentes. Los argentinos, cuartos después de los alemanes, los españoles y los canadienses, señalaron que su gobierno debería hacer más por aquellos que, obligados por las circunstancias, se aventuran a cruzar mares impiadosos como el Egeo y el Mediterráneo, convertidos en cementerios contemporáneos. No todo está perdido, Aylan.

Jorge Elías

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