Dolía verlo, la cara estrellada en la arena, el mar despeinándole el pelo corto, la espalda empapada, los brazos extendidos hasta la cintura, las palmas hacia atrás, la camiseta roja, las bermudas de jeans, las zapatillas. Tenía apenas tres años de edad. Parecía un muñeco desvencijado. El cadáver de Aylan Kurdi, hallado en la playa de turca de Bodrum en septiembre de 2015, era más que eso. Era el grito sordo de miles de familias que, asediadas por el horror, huían como la de él de Siria y de otros confines inhóspitos. Era, también, la impotencia de un padre al que se le había escurrido su hijo, la vida, la esperanza, de las manos.