La mente propone, y la vida dispone. Todas las piezas aunque aparentemente dibujen un thriller de terror, encajan mostrando una imagen acorde a la conciencia humana. Si la conciencia es pequeña o inexistente, la cruda realidad lo muestra sin miramientos.
 
Ashma miraba el Támesis intentando abstraerse -imagino- de todas las barbaridades que le sucedieron en su tierra natal, Siria. Durante varios días, busqué el testimonio de una víctima de abuso sexual y físico, de perfil concreto, a la que llevar a la radio.

Hablé con algunas supervivientes. Por delante vaya que cualquiera de ellas merecía esta portada. En la tarde del jueves, a una mañana de la clausura de la cumbre “End Sexual Violence in Conflict”, que se ha celebrado en Londres esta semana, no la había encontrado.
 
Volviendo de cenar en una hermosa terraza en el Southwark, la encontré en el paseo de los Docklands que besa el río. Un velo cubría su cabeza, y caminaba a trompicones. Le saludé y me dijo en árabe que no entendía el inglés y menos el español. Como última opción y a la desesperada, porque esa mujer me apetecía mucho, se me ocurrió el traductor automático de mi tableta, para que por lo menos pudiéramos intercambiar nuestros correos. Ella es una de las miles de víctimas de violencia en países con conflictos armados, que asistía a este encuentro sin precedentes.

Terminamos cuando la batería se fundió, eran cerca de las tres de la madrugada. Sentadas en el suelo, yo la devoraba a preguntas que ella respondía con la mirada perdida y esos silencios que hablan en dirección al alma. Tiene 28 años, es una refugiada que intenta rehacer su vida en Jordania. El gobierno de Bashar Al-Asad la raptó y encarceló durante años, sin motivo alguno. Sufrió malos tratos y violaciones sistemáticas por parte de sus carceleros. Un buen día, porque sí, le cortaron los ligamentos del tobillo izquierdo, otro día, porque sí, le marcaron la cara, otro día también porque sí, le empezaron a apagar cigarrillos en su cuerpo, otro día decidieron que no era suficiente y le enchufaron descargas eléctricas. Aquello continuó por un buen motivo, era mujer.

 Quería hablar, pero todo el tiempo frenaba sus palabras, volteando la cabeza y buscado algo en la oscuridad, como si temiera que un fantasma islámico descendiera por la luna llena que reflejaba el río y la regresara a un país que viola permanente y sistemáticamente los derechos humanos. “Esos hombres tienen pánico al poder y la fuerza creadora de las mujeres”, le dije. De pronto sus ojos se empañaron, como queriendo rescatar las palabras de su corazón, pero éste estaba hecho añicos, como el de tantas miles de mujeres en todo el mundo.

 No hay cifras exactas de estas brutalidades pero según estimaciones de Unicef, una media de 36 mujeres y niñas son violadas a diario en la República Democrática del Congo. Según algunos observadores civiles, 200 mil en las últimas décadas. Sólo en la guerra de los Balcanes 50 mil mujeres fueron violadas. Por lo que sólo han sido procesados hasta el momento 60 hombres. Esto nos da una idea estimativa de uno de los tremendos problemas que arrastra toda guerra, la impunidad del agresor y el silencio cómplice de la víctima.

 En el pleno de clausura de esta primera cumbre internacional, que culmina con un protocolo de 140 páginas para la investigación y documentación de violencia sexual en zonas de conflicto, John Kerry, Secretario de Estado de EEUU, subrayó “es hora de borrar la violación del léxico de la guerra”. Todos aplaudieron. Pero ¿no es acaso ésta, una afirmación que esconde en sí, la legitimidad de la propia guerra? Ashma no podía arrancarse su pasado, pareciera que guardara sus torturas en un preciado cofre y ya formaran parte de su piel, como un tatuaje. De alguna manera nos acostumbramos a vivir en el dolor por su alta vibración, no tanto como la del amor, pero nos mantiene vivos y presentes justificando nuestra falsa creencia de que en cierto sentido, merecemos lo que nos ha sucedido o que al soltarlo, nos vuelva a pasar. A día de hoy, las violaciones a mujeres y niños en países en conflicto, se consideran daños colaterales de las guerras, sin posibilidad de solución.

   Una Jolie angelical que estrena estos días una película en la que interpreta a una maléfica bruja, hizo los honores. Ningún guión puede asemejarse a la vida misma, con sus horrores y sus sincronicidades. Enviada especial de Naciones Unidas, tocada por la magnitud de este silente drama y regalando lo más bello de sí, hilvanó las manos de todos los asistentes para pegar los pedazos de tantas vidas rotas, en uno de los papeles que más le llenan. De destacada generosidad, puso junto a las víctimas y mujeres en conflicto, el corazón a la cumbre. La clase política, puso la mente y las promesas.

Lo que casi nadie sabe es que el corazón también tiene neuronas y que la información que contiene, pasa por cada órgano creando emociones y enfermedad. No nos olvidemos, que debe la mente estar al servicio del corazón y no su contrario, sólo hay que mirar el mundo.

La presencia de Brad Pitt, que llegó el jueves acompañando a su amiga y pareja -por este orden-, fue un excelente símbolo para el inconsciente colectivo de los hombres. Dejándole en todo momento el protagonismo a ella, dijo sin palabras que se puede ser guapo, alto, rico, macho y apoyar, respetar y dejar que sea la mujer la que ocupe el lugar de liderazgo que le pertenece. Eso solo lo pueden hacer los hombres valientes. Recibieron de manos de ésta que suscribe el editorial, una hucha de la ONG “niños que ayudan a niños” con los nombres de sus 6 hijos. “Los niños del primer mundo ahorran su dinero, para ayudar a los niños pobres”, les dije. Los dos muy presentes, escuchaban con atención. Son nuestros hijos los que más necesitan ser rescatados de sus vidas consumistas y distraídas, por sus hermanos menos favorecidos, del mismo modo que son las mujeres violadas y maltratadas las que nos permiten crecer como sociedad en su empeño de justicia. Es el momento de actuar: cuando las mujeres cambien, el mundo cambiará.