Alfredo Casero se ha convertido en un personaje estridente, casi siempre escandaloso. Incluso, ha tenido que pedir disculpas públicas por afirmaciones bastante cuestionables, pero, su última discusión con el periodista Luis Majul, debería poner en debate el rol del periodismo en general.

Casero imputó a Majul que no escuchaba. Y no lo escuchaba. Pero no solamente Majul no escucha, la mayoría de los periodistas/entrevistadores no escuchan. Apenas prestan atención al entrevistado en búsqueda de un repregunta que lleve al interlocutor adonde el periodista quiere ir.

No es un secreto que la gente ya no nos cree, que así como en todas las encuestas, la credibilidad en las instituciones está devaluada, también lo está la de los comunicadores públicos. Y alguna vez deberíamos analizar el porque, antes que sea tarde.

Es cierto que todo aquel que intente llevar un mensaje desde un lugar de autoridad, ha perdido penetración en la gente. Políticos, sindicalistas, empresarios y periodistas. La pontificación como propietarios de "la verdad" nos ha llevado a ese sitial. La información sesgada y perfilada a nuestro antojo, ya es percibida con relativa facilidad por el público. Y esa mecánica, hace que, incluso cuando no sea nuestra intención jugar ese rol, estemos bajo un manto de sospecha.

No escuchamos. No chequeamos. La desesperada voracidad por la primicia nos hace "matar" a Cacho Fontana dos veces por año, siguiendo desesperadamente el tuit de un ignoto.

Llegar unos segundos antes que la competencia, en la era digital, es una idiotez. Nadie va a poder distinguir quien tuvo la primicia, como si ocurría cuando teníamos que esperar a la tapa de los diarios y determinada información aparecía en uno pero no en el resto. Pasaba todo un día, hasta que la competencia pudiese hablar de la noticia. Pero ¿hoy?. Es irrelevante. Es preferible que la información este bien chequeada, la historia cuente con detalles mas jugosos, y que esté mejor o peor titulada. Pero la corrida es infructuosa, ridícula.

Asimismo, los periodistas nos hemos transformado en "opinólogos" o como se gusta decir ahora, para sumar títulos rimbombantes a nuestra actividad: "formadores de opinión". No comunicamos, no informamos, formamos opinión, ¡epa!. Ese lugar nos coloca en una posición de soberbia sinceramente irritante. La propiedad de la verdad de quien forma opinión no solo nos desdibuja, sino que genera rechazo social.

El periodista, el entrevistador, ya hace tiempo, se siente mas importante que el entrevistado. Sus preguntas son mas relevantes (y a veces mas largas) que las respuestas y entramos casi siempre, irremediablemente, en el terreno del ridículo. Estamos mas cerca de las ambiciones personales de una vedette del Maipo de los '70 que de las de un ganador del Pulitzer. Queremos ser convocados a fiestas y ágapes, formar parte del círculo de poder y no contar sus realidades.

Un día, nos convertimos en aspirantes a estrellas del mundo del espectáculo y dejamos de ser comunicadores. Dejamos de informar. Queremos influir y de ser posible, ver nuestros nombres y fotos en las marquesinas de la calle Corrientes. Bajar una escalera empinada con tacones aguja y recibir aplausos. Posar con el embajador de Chechenia, o subir a nuestro Instagram una imagen con el cuatro de Boca que metió el gol de treinta metros o declararnos amigos de Pampita.

La tendencia parece ser histórica. Escribió Mariano Moreno en La Gazeta de Buenos Ayres: "Seamos, una vez, menos partidarios de nuestras envejecidas opiniones; tengamos menos amor propio; dése acceso a la verdad y a la introducción de las luces y de la ilustración: no se reprima la inocente libertad de pensar en asuntos del interés universal". Algo empezaba a quedar claro para el geniecito del sur.

Es una simple observación, así parece ser que se nos ve, no solamente Casero, sino los ciudadanos en general que, en definitiva son el público al que deberíamos informar y claramente, ese público no está satisfecho.