Hace aproximadamente doce años que dejó de vender camperas en el barrio de Once y se ha cansado de contar un sinfín de anécdotas sobre cómo hizo -entre ventas exitosas y los malabares del buen vendedor- para sacarse de encima algunos saldos del depósito del local, poniendo cara de póker, como si estuviera vendiendo una prenda de primerísima marca. “Uyyy, me acuerdo que teníamos unos pilotos que venían con elásticos en los bordes y las mangas eran más cortas de lo normal y, con esa falla, se encogían aún más y parecían pilotos de manga corta. Fue durísimo venderlos, hubo mucha pelea para sacárselos de encima, pero la piloteamos sudando la gota gorda”, revela, tentado de risa, como cada vez que revive esa historia. Pero enseguida se pone serio y aclara: “Jamás vendí algo que le pudiera hacer daño a la gente”.