En 2014 murieron en Afganistán 3.699 civiles, un 25 por ciento más que en el año anterior, según la Misión de Asistencia de la Organización de las Naciones Unidas en ese país (Unama, en inglés). Resultaron heridos 6.849 civiles, un 21 por ciento más que en 2013. En promedio, el número de víctimas civiles aumentó en un año un 22 por ciento. Por primera vez, los combates mataron y lesionaron a más gente que las bombas en las carreteras y los atentados suicidas. Desde 2009, cuando comenzaron a contarse las bajas y los daños de la guerra contra el régimen talibán, iniciada en 2001, murieron 17.774 civiles y resultaron heridos 29.971.
Frente a esos pavorosos guarismos, ¿cómo debe responder Occidente a las masacres rituales del grupo sunita Estado Islámico (EI) en Medio Oriente? En Afganistán, el despliegue de tropas de la Organización del Atlántico Norte (OTAN) tras la voladura de las Torres Gemelas no impuso una democracia estable ni una economía próspera ni una paz duradera. En Irak, la obsesión de George W. Bush de tumbar a la dictadura de Saddam Hussein dejó un Estado fallido. En él nació el EI cuando rompió lanzas con Al-Qaeda y, cual mancha de petróleo, negra como su bandera, se extendió a Siria y abrió fisuras en el Líbano, Turquía, Jordania, Arabia Saudita y Libia.
El EI controla parte de Irak y Siria, más cercanos a Europa y los Estados Unidos que Afganistán. La guerra contra el terror, declarada por Bush y continuada por otros medios por Barack Obama, recreó el terror en lugar de eliminarlo. Esta vez, con una variante más atractiva para jóvenes musulmanes europeos que, en sus alucinaciones jihadistas, se sentían huérfanos tras la muerte de Osama bin Laden, en 2011. Desde ese año, signado por la Primavera Árabe, la guerra en Siria entre el régimen vitalicio de Bashar al Assad y el Frente Al Nusra, rama de Al-Qaeda derrotada por el EI, contribuyó al nuevo paradigma.
Las brutales matanzas de infieles y la retrógrada idea de recrear un califato bajo el imperio de la sharia (ley islámica) no estaban en los planes de nadie. Menos aún de Arabia Saudita y Pakistán, sobreprotectores de este tipo de grupos cual seguro contra todo riesgo de incursiones terroristas en sus territorios. En Siria, en particular, las potencias occidentales cometieron un error de cálculo: creyeron que las fuerzas gubernamentales y la facción de Al-Qaeda, infiltrada entre los disidentes, iban a matarse entre sí. Era formidable mirar al costado, lamentando la tragedia, sin intervenir, incluso después de que Assad usara armas químicas contra su pueblo en 2013.
Cuando el EI comenzó a conquistar territorios en Irak, en enero de 2014, todos suponían que el ejército iraquí, entrenado por los Estados Unidos, iba a repelerlo. Los soldados, temerosos y desmotivados, depusieron las armas. Poco a poco, varias ciudades quedaron bajo los dominios del EI. En la península del Sinaí, Egipto, fundó su propia Provincia del Sinaí. En Libia, polarizada y fragmentada por la guerra civil, decapitó a 21 cristianos coptos egipcios. Vanos fueron los tardíos ataques aéreos contra posiciones del EI en Libia que ordenó el presidente de Egipto, Abdel Fatah al Sisi, ex militar que depuso en 2013 al gobierno islamista de los Hermanos Musulmanes.
Obama, cuyo gobierno restableció relaciones con Egipto a pesar de estar en manos de un régimen de fuerza, pidió autorización al Congreso para usar el poder militar contra el EI. Los demócratas critican aquello que llaman “guerra sin fin”. La oposición republicana, con mayoría de número en ambas cámaras, se burla de la tibieza presidencial desde el momento en que, a diferencia de Bush, excluye el despliegue de tropas en el terreno. Tantas cavilaciones debilitan la credibilidad de Occidente en Medio Oriente y, a su vez, fortalecen al presidente sirio Assad, transformado en un aliado de facto, mientras la bandera negra del EI, en su juego del miedo, se expande como una mancha de petróleo.
  
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