El ex comisario Miguel Etchecolatz es un icono del genocidio en la Argentina. Fue mucho más que la mano ultraderecha del fuhrer criollo, el ya fallecido general Ramon Camps, que en paz no descanse hasta que se restituyan a sus familias biológicas todos los nietos apropiados. Etchecolatz ya había sido condenado en su momento a 23 años de prisión y pudo seguir en libertad producto de esa obediencia debida que por suerte ya no existe más. Nunca más. El propio juez Carlos Rozanski que hoy es titular del Tribunal Oral Federal 1 de La Plata que lo está juzgando ya lo condenó en otra causa a cadena perpetua junto a otro nefasto personaje que bendecía y justificaba los asesinatos en masa: el cura Christian von Wernich. Hoy se está juzgando a los jefes de los campos de concentración que integraban el llamado “Circuito Camps” donde ocurrieron varios casos emblemáticos que no olvidaremos jamás.
 
Desde el secuestro de Clara Anahí, la nietita que Chicha Mariani sigue buscando pese a que está casi ciega y muy viejita, o la tenebrosa “Noche de los Lápices”, o los tormentos feroces a ese preso sin nombre llamado Jacobo Timerman que pasó tanto tiempo en esa celda sin número. El ex comisario Etchecolatz nunca ocultó sus simpatías por el holocausto hitleriarno. Por eso parecían muecas del destino, los cánticos de los familiares que decían “como a los nazis les va a pasar/ a donde vayan los iremos a buscar/. Algo más: semejante juicio oral se está desarrollando en un teatro que pertenece a la AMIA. Etchecolatz supo tener como abogado al doctor Pedro Bianchi, un especialista ya que defendió a varios nazis, a Emilio Massera y a Erich Priebke, entre otros.

Miguel Etchecolatz es el mismo energúmeno que fue capaz de torturar sicológicamente al profesor Alfredo Bravo, después de que en su momento lo había picaneado materialmente. ¿Se acuerda? Bravo fue socialista y honrado, cofundador de la CTERA y de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos. Etchecolatz por su crueldad fue el criminal preferido de Camps. Supervisó varios campos de concentración, secuestró en persona, hizo tortura por mano propia, hizo desaparecer a cientos, robó en todas las casas que reventó para chupar gente. Resume lo peor de la maldita policía de la dictadura. Porque encima es pedante, mesiánico, ignorante, un alma gemela de Camps.

Escribió un libro en donde reinvindico todo lo que hizo el terrorismo de estado. Allí comparó la tortura con el trabajo de un pedicuro, dijo que la APDH era una agrupación terrorista, acusó a Bravo de mandar jóvenes a la muerte y consideró un mérito la violación de una mujer. Locuras que lo pintan de cuerpo entero. Ayer fue el último en entrar a la sala y miraba con esos ojos inquisidores y ese rostro impasible que no lo ablanda ni su cabello encanecido. Recuerdo que a finales de los ’90 había sido condenado a que hiciera un curso sobre derechos humanos en el Movimiento Ecuménico.

Era como condenar a Mussolini a que rezara en una sinagoga o tirarle margaritas a los chanchos, con perdón de lo chanchos. Pocos policías tuvieron tanto poder como Miguel Etchecolatz, pocos se sintieron tan dioses como para decidir sobre la vida y la muerte de las personas. Sin embargo, la historia se encarga, mas temprano que tarde de hacer justicia.

La sociedad democrática que queremos y debemos reconstruir no tiene espacio para los golpistas ni para los corruptos. El único lugar que les corresponde es una celda con número. Que nadie salga con un martes 13. Ese es un dogma inquebrantable de una mejor democracia: cárcel a los asesinos y a los ladrones. Ayer, hoy y siempre.