Soy una chica de ciudad y tengo un contacto ambivalente con la naturaleza. Pandemia de por medio decidimos pasar las vacaciones en una quinta a unos 80 km. de la ciudad. Esta vez no viajaríamos, como hacemos cada año, y no recogería material sobre viajes para escribir notas.  Para mí las vacaciones siempre fueron cosa seria, todo un trabajo, pero esta vez la idea era descansar sin tentaciones, sin salir a hacer paseos interminables ni armar agendas con decenas de lugares para visitar. 

Unos días antes, mientras el calor calcinaba mi departamento, a pura neurosis citadina separé diez libros que tenía pendientes, un verdadero acto de fe. De los diez libros leí una novela corta y espeluznante de Mathew Weiner -el autor de la serie Mad Men-, un librito diminuto con muchas ilustraciones en el que Paul Auster cuenta la historia de su máquina de escribir,  y el hermoso y recomendable libro de columnas de Juan Forn que se llama Yo recordaré por ustedes.  

Es decir, que de los diez libros sólo llegué a leer tres, uno de ellos no más largo que un artículo de revista. Tampoco se cumplió mi proyecto de recuperar tantas noches de insomnio ciudadano con largas siestas, apenas pude cabecear o dormitar unos minutos entre  renglón y renglón.

La primera semana sí logré una desintoxicación tecnológica espontánea: dejé el hábito de chequear el celular, prender la computadora, mirar televisión y encender la radio a cada rato. Me despertaba tranquila, miraba los árboles, chequeaba cada tanto el celular y me daba cuenta de lo mal que vivimos en las ciudades, de la neurosis, de la falta de contacto con la naturaleza, de la toxicidad de la conexión permanente.  “La verdadera vida está en otra parte”, me repetía, y empecé a hacer planes para dejar la ciudad. 

Pero a esta mirada idílica se contraponía la otra, ¿cuánto podemos lidiar los porteños con la naturaleza? A la hora de empacar no faltaron el protector solar, repelente para mosquitos, un poderoso insecticida, todos artículos que garantizan una  barrera de protección contra tanta naturaleza desatada.  

El primer día todo era maravilloso: los árboles que se balanceaban en el jardín, la brisa, el agua, las reposeras, el sillón, el libro. Hasta que aparecieron las hormigas y se convirtieron en obsesión, una lucha sin cuartel en la que atacamos con insecticidas, vinagre, agua hirviendo -como en las invasiones inglesas- que por supuesto terminaron ganando ellas,  obligándonos a guardar las facturas en la heladera. Detrás de las hormigas vinieron moscas, cascarudos, avispitas, arañitas (todo en diminutivo porque eran pequeñas y hasta casi domesticables), insectos que forman parte de esa naturaleza que venimos a buscar y que combatimos tenazmente con tabletas, aerosoles y a golpes de toallón.

Porque los que venimos de la ciudad nos envalentonamos con vecinos, comerciantes, funcionarios, pero a la hora de confrontar fuera de la especie humana, cualquier insecto o pequeña alimaña es capaz de vencernos.  La naturaleza, aún domesticada, pone en evidencia nuestra íntima cobardía. Entonces llega la hora de mirar a las hormigas de frente, amigarnos con ese pedacito de tierra, relajar la vista en el verde, ver esa gracia que adquiere el cuerpo cuando se mueve bajo el agua,  y entonces sí, cuando no lo esperábamos y a pesar de nosotros mismos, nos relajamos y confirmamos: la verdadera vida siempre está en otra parte.