Ludwig Van Beethoven nació en Bonn, Alemania. Pero su fecha de nacimiento no se sabe con precisión; sí se conoce la fecha de su bautismo: el 17 de diciembre de 1770, por lo que se supone que nació algunos días antes.

Sus padres se llamaban Johann y María Magdalena. Y tiempo después nacieron sus hermanos Karl y Nikolaus.
¿Por qué tanta precisión con los detalles de sus familiares? Porque iban a ser decisivos en la formación de su carácter y en el desarrollo atormentado de su vida.

El padre era un músico de segundo orden con un carácter podrido importante.
Se subía a todas: alcoholismo, violencia, prepotencia. Esta última característica la aplicó con su hijo mayor para obligarlo a triunfar como músico precoz en las cortes europeas, siguiendo lo que había hecho un tal Mozart. A cómo diera lugar.

El niño Ludwig mostró, a pesar de esa horrenda espada de Damocles, un talento musical innegable, lo que lo hizo avanzar rápidamente en el manejo del piano.

A los 8 años dio su primer concierto, en la ciudad de Colonia. Ahí lo vio un político importante llamado Maximiliano Francisco, y lo apadrinó, dándole conchabo como organista suplente.
Así pasó su infancia y su adolescencia, sólo con la música como sostén: sin amigos, sin juegos, sin ocio. Y envuelto en un ambiente familiar tremendo. Así nació su carácter huraño, rebelde. Pero romántico.

A los 17 años se las tomó hacia Viena, huyó de ese hogar imposible. Pero, malaya suerte perra, su madre enfermó y murió desnutrida.
Entonces, metió violín en bolsa, y se volvió a Bonn. Lo que encontró fue desgarrador: el padre sumido en el alcohol y sin trabajo, y sus hermanos menores a la deriva.
Se puso frenéticamente a tocar el violín y a dar clases de piano para poder parar la olla.
Se pasó cinco años así. Acumulando resentimiento contra la vida.

En ese primer viaje a Austria algunos dicen que conoció personalmente a Mozart, que tenía 14 años más que él. Dicen que lo oyó tocar y profirió una fría aprobación, lo que para Mozart ya era mucho.

En 1792, Beethoven volvió a Viena de la mano de su padrino y protector, y empezó allí una etapa para componer sin descanso. Estaba sumergido en una inspiración superior.
Pero su don celestial tenía una factura muy alta para pagar. Empezaba a sufrir una sordera que lo apabullaba y sufría uno de los peores males que un alma noble puede sufrir: el desamor, o el amor no correspondido, que acaso sea lo mismo.

Su obra

A los 25 años presentó sus primeras obras destacadas: tres tríos para piano y tres sonatas para piano, una de las cuales era la maravillosa Claro de Luna.
Viena quedó admirada con tanta genialidad. Se le acercaron pues, los nobles, los cortesanos y la Iglesia.
Trabajó para ellos, pero un día decidió profundizar lo que tenía adentro y su música tomó un tinte épico y turbulento. De eso iba el mundo.

La aristocracia austríaca no podía perdonarse aún la muerte en la pobreza de Mozart y para que no volviera a suceder lo mismo, decidieron entregar una pensión mensual a Beethoven de por vida. Allí resolvió su preocupante economía.
Como su sordera crecía de manera alarmante y sabiendo que todo iba para peor, inició una etapa de composición compulsiva. Para ganarle tiempo al desastre.

Sinfonías 

La primera la compuso a los 30 años. Y encantó a todos.
Tres años después, en 1803, hizo la segunda: Sinfonía en re mayor.
Dos años más tarde, apareció la tercera: en mi bemol mayor. Ésta se la dedicó a Napoleón Bonaparte, pero tiempo después le quitó la dedicatoria cuando se enojó con el conquistador.
La cuarta la hizo en 1806 y dos años después llegaría la absoluta consagración con la quinta sinfonía. Todo Viena la celebró como un hecho histórico.
Tan inspirado estaba que ese mismo año hizo la sexta. Es en fa mayor y se la conoce como la Pastoral.
Recién en 1813 haría la séptima, calificada por Richard Wagner como la apoteosis de la danza.
Un año después compuso la octava, en fa mayor.
Y una década después llegó su broche de oro: la novena sinfonía.
Se la llama coral por el cuarto movimiento, la famosa Oda a la alegría.
Fue estrenada en el Teatro de la Corte Imperial de Viena en 1824 y la Oda a la alegría fue en 1972 elegida por el Consejo de Europa como el himno del viejo continente.

Angustias y muerte

En 1815 Beethoven sufrió otro cachetazo de la vida. Su hermano Karl se suicidó y él nunca pudo superar la culpa que sintió por no haber podido impedir esa desgracia.

El genial compositor murió en la capital de Austria a los 57 años, el 26 de marzo de 1827. 
Tiempo después se encontró en su estudio una especie de testamento redactado en 1802 donde explicaba algunas cosas:

“Que gran humillación experimentaba cuando alguien estaba a mi lado oyendo desde lejos la flauta, mientras yo por el contrario no podía oír nada. Tales situaciones me llevaron al borde de la desesperación y faltó muy poco para que acabara con mi vida. Sólo me retuvo la fuerza del arte”.

Amor 

El amor fue un sentimiento que a Beethoven lo tocó de manera unilateral. El único amor que experimentó fue el que él sentía, porque jamás fue correspondido por las damas que amó. 
Junto al testamento antes mencionado se encontró una carta, que se titulaba carta a mi amada inmortal.
Aunque nunca se supo quién era su amada inmortal, las malas lenguas aventuraron que era una mujer casada y las peores lenguas, que era la esposa de su hermano.

Ludwig Van Beethoven murió en medio de una tormenta eléctrica, destrozado por la cirrosis (no pudo evitar ser alcohólico como su padre) y con el corazón apagado.

Las últimas palabras que se le escucharon fueron un particular agradecimiento a alguien que le había llevado 12 botellas de vino de regalo. 
Lo miró a la cara y le dijo: 
Qué lástima, ya es demasiado tarde.