La orden del gobierno porteño era clara: retroceder hasta Córdoba. El Ejército del Norte, bajo las órdenes de Manuel Belgrano, intentaba contener a los realistas en Jujuy, y lo hacía con enormes dificultades, pero el General no quería abandonar su lugar, sabía que podía resistir.

A regañadientes, organizó el Éxodo Jujeño, quemó todo a su paso para evitar que el enemigo pudiese abstecerse en la ciudad y se retiró. ¿Pero Córdoba? Era ceder demasiado territorio. La capacidad estratégica militar de Belgrano no era la ideal, pero su sentido común, su inteligencia y también su coraje, eran superiores.

Llegado a la altura de Tucumán, uno de sus coroneles, uno de apenas 25 años, el valeroso, simpático y burlón, Manuel Dorrego, ingresó a la tienda de Belgrano junto al Coronel Díaz Vélez. “No podemos seguir retrocediendo General. He hablado con mis compañeros y todos estamos de acuerdo en que hay que presentar batalla. ¿Hasta donde vamos a seguir huyendo? Es vergonzozo seguir dándole la espalda al enemigo” dijo Dorrego con indisimulable bravura.

Belgrano lo escuchó, meditó un poco, era el impulso que necesitaba para hacer lo que realmente quería: platarse y pelear, y escribió una carta al gobierno en Buenos Aires: “Después de reflexionar demasiado y discutir con mis oficiales de mayor crédito y conocimientos, he resuelto detenerme y hacer una defensa honrosa, la que acaso pudiera lograr un resultado feliz, y si no fuera así, al menos se habrá perdido en regla”, empezaba la misiva del corajudo abogado.

Recibió respuesta desde Buenos Aires, firmada por el Director Juan Pueyrredón y dictada por su Secretario, Bdernanrdino Rivadavia: “Este Gobierno le manda por última vez…”, empezaba diciendo, exigiendo la retirada a Córdoba. La leyó cruzada Belgrano, rapidito, y la tiró.

Se plantó en Tucumán. Organizó la defensa y dejo a Dorrego en la retaguardia con un batallón, los llamados Cazadores. El 24 de septiembre se dio un combate feroz, épico. La matanza fue brutal, en medio del combate, una manga de langostas azotó a los soldados de ambos bandos, al punto de ni siquiera verse unos a otros, pero estaba claro, la divisiones del Ejército de Belgrano iban retrocediendo y cayendo una a una. Holmberg se retiró herido, los grupos de Forest y Warnes, estaban rodeados por el enemigo, Díaz Vélez luchaba por su vida, aislado. 

Dorrego no esperó. La retaguardia requería la orden de Belgrano para entrar en acción, pero Dorrego no estaba para órdenes en tiempos de paz, imagínese con el corazón a tope y con la batalla perdida. La orden la dió el mismo y arremetió bestialmente contra todo lo que se curzara. Los Cazadores contaban con bayonetas desafiladas, cuchillos atados a la punta de los fusiles, machetes que eran usados como sables. Una simple turba, pero totalmente endemoniada, enardecida por la furia inspirada por su líder.

Arrasaron a los realistas en un contexto de desventaja numérica inadmisible, con el resto del ejército perdido y acorralado. En medio de alaridos desaforados y un coraje lindante con la locura, vencieron a dos legendarios batallones realistas en media hora: Abacacay y Cotabombas se batieron en retirada. Tras dar cuenta de ellos, la emprendieron contra el Cuerpo Real de Lima y lo destrozaron. Los clarines del general Tristán, comandante de la que, a primera mañana, era una poderosa fuerza enemiga, tocaron urgente la retirada. 

La batalla de Tucumán marcó una bisagra en la lucha por la independencia. Sin ella, probablemente los realistas hubiesen llegado no solo a Córdoba sino también a Buenos Aires. El coraje de Belgrano y la endiablada y loca valentía de Dorrego, cambiaron la historia, hace 210 años.