La crisis del sistema representativo como componente sustancial del sistema democrático, a consecuencia de un sistema de democracia directa sui generis generada por el imperio de los nuevos modos de interconexión social, que encuentran impulso en las modernas tecnologías de la comunicación; empujan a la democracia a buscar mecanismos de adaptación que le permitan sobrevivir a los nuevos tiempos.

Los sistemas políticos, tanto como los económicos, se ven obligados a adaptarse para prolongar su existencia. Se ha dicho, por ejemplo, que la democracia capitalista venció al comunismo cuando los Estados Unidos se mantuvieron a pie firme mientras se desmoronaba el comunismo soviético. Esto es relativamente cierto.

En primer lugar, porque la democracia capitalista no estuvo siempre tan firme, necesitó diversas adaptaciones. De hecho, tras el crack del ‘29, el sistema entendió y aceptó una adaptación que no hubiese tolerado en otras circunstancias. Los capitalistas comprendieron que debían acoger como parte de una variante de su doctrina al keynesianismo, ese avanzado mix de capitalismo y economía social con fuerte intervención estatal, que no hubiese sido tolerado de no ser por la crisis que llevaba al capitalismo a su final, si no se hubiese aceptado la variante. Se adaptó al proceso evolutivo social, para después sí, con el mundo ordenado, volver a versiones más clásicas, como el llamado neoliberalismo.

Y si bien el comunismo soviético es el ejemplo del sistema rígido e inalterable que se encaminó al fracaso y la desaparición, justamente por su incapacidad de incorporar variantes o adaptaciones al nuevo medioambiente, el comunismo maoísta chino sí subsistió en base a modificaciones en el sistema económico. Habrá quienes digan que el nuevo sistema chino no es comunismo sino un totalitarismo capitalista. Bueno, tal vez así sea desde el punto de vista lato, pero tanto lo es como el keynesianismo estatista tampoco es capitalismo sino un socialismo a la sueca maquillado.

En definitiva, se trata de la aplicación de la teoría de la evolución a las ciencias sociales, la supervivencia requiere adaptaciones al nuevo medioambiente, más allá del nombre que se le quiera dar. Ahora bien, volviendo a la crisis terminal del sistema democrático basada en la definitiva muerte de la ficción de la representación política, puede observarse el inicio de un proceso de adaptación, que no podemos todavía deducir si es transitorio o definitivo, es decir, si nos encaminamos un mundo con imperio del nuevo sistema, o se trata de un refugio provisorio hasta la aparición de un esquema distinto. Es lo que podemos llamar la democracia totalitaria, cuyo sostén y legitimidad se basa exclusivamente en el fanatismo.

¿A que nos referimos? A que las sociedades han comenzado a depositar la legitimidad en un representante único, no ya en un grupo político (de los que desconfía), o una ideología determinada, sino en una única persona con características particularísimas a la que entrega toda la legitimidad de su representación. En términos generales, esa persona reúne condiciones múltiples, que son comunes en la mayoría de los casos: son individuos con personalidades contundentes, con características farandulescas o estridentes, empecinados en causas concretas y titánicas (al menos a priori), que combaten a sus rivales políticos con agravios y presiones que son limítrofes del sistema y la legalidad y que ganan enormes grupos de seguidores en esas empresas muchas veces ridículas o innecesarias.

Laberintos de la democracia representativa

Veamos. Donald Trump, Boris Johnson, Jair Bolsonaro, ahora Giorgia Meloni y varios otros hubiesen sido inaceptables para los electores hace 20 años. 

Entonces, estos nuevos líderes con fuertes tendencias totalitarias no se imponen por la fuerza, no recurren a alteraciones del sistema para alcanzar el poder. Pero comprenden la nueva demanda social simplificadora: un representante. Luego viene la segunda parte del esquema. Si ese líder responde a ciertos parámetros, mantiene o agiganta su “prestigio” en base a sus acciones, nacen los fanáticos que lo sostienen. Mientras el mundo occidental buscaba maneras de “civilizar” a los países musulmanes, “democratizándolos” a la fuerza, empezó a adquirir democracias totalitarias que si bien no tienen un sesgo de fanatismo religioso, están sostenidas en un fanatismo personalista. Por cierto, si el elegido no responde a esas condiciones la propia sociedad lo demuele en cuestión de semanas y la gobernabilidad entra en un tobogán sin escalas a la salida.

Ese líder, que genera fanáticos, no alcanza tal objetivo solamente por lo que hace, sino por lo que comunica, por como lo comunica. La tendencia para llegar a las personas es hablar como la gente, identificarse con ella y no con el establishment político, identificar un enemigo al que combatir y culpándolo del error o algún otro mal. Los problemas producidos por una enunciación exagerada, desmesurada o simplemente equívoca pero valiente, se resuelven profundizando el conflicto, porque esto genera una fuerte adhesión del grupo de fanáticos que sale en defensa del líder, haga lo que haga, diga lo que diga.

Jaque a la democracia y sus instituciones

El líder de una democracia totalitaria, como las que actualmente vemos, se basa en la exageración, en bordear siempre la legalidad del sistema y casi en burlarse de él, y por cierto en los fanáticos, cientos de miles que aspiran también a denigrar un sistema en el que ya no creen y cuyo fanatismo radica en sostener a quien hace lo que todos quisieran hacer, sin tapujos ni límites.

Ahora bien, ¿la democracia-totalitaria-fanática llegó para quedarse? ¿Tenemos por delante otros quinientos años de esta eventual adaptación del sistema? Tal vez, o quizás sea una transición, un refugio del sistema hasta encontrar una alternativa menos degradante. Pero hacia eso se encamina el mundo, liderado por las que han sido “las grandes democracias tradicionales” como las de Estados Unidos y el Reino Unido.

Queda una salvedad. Los dirigentes usados como ejemplo bien podrían ser catalogados, si se usasen viejas categorías, como “de derecha”. Pero dista mucho el nuevo esquema de identificarse con ideologías. Simplemente la presunta derecha ha contado con figuras con mayor capacidad de adaptación a las nuevas necesidades, en los países centrales. Maduro en Venezuela también gana elecciones y es totalitario, y si bien una apreciación desinteresada y técnica podría catalogarlo como un totalitarismo de derechas, él se impone con un discurso de izquierda.

La democracia debe mutar y muta, nos agrade o no y despojados de juicio de valor. Posiblemente llegue un punto donde pongamos en cuestión cual es el límite de la democracia, cuando la democracia totalitaria pasa a ser más un totalitarismo democrático, pero en definitiva las etiquetas solo sirven para los científicos sociales, la gente protagoniza los fenómenos hoy más que nunca, más allá de las palabras, por imperio de la comunicación.