Es una verdad indiscutible la que esbozó Cristina Kirchner hace unos días: el poder no es es una banda y un bastón. En todos los órdenes de la vida, el poder es una costrucción abarcativa que requiere legitimidad y respaldo, al menos de un entorno sólido, requiere que las decisiones estratégicas del poderoso se ejecuten o al menos haya un grupo dispuesto a llevarlas a cabo.

Un cargo, un símbolo, no son poder, la vicepresidenta lo sabe y lo explica. Lo vivió con su marido Néstor Kirchner en 2003, cuando llegó con el 22% de los votos y el poder, estaba en manos de quien lo seleccionó como candidato: Eduardo Duhalde. Los Kirchner construyeron su poder, con capacidad y especialmente con decisión.

Alberto Fernández no construyó. Tuvo la ocasión, cuando la pandemia y el manejo inicial de la misma, le otorgaban el 80% de imagen positiva, era el momento de elaborar una construcción relámpago que lo sustentara luego de la crisis sanitaria, pero se le venció el plazo, tiempos en que Cristina, por ejemplo, guardaba silencio.

El presidente llegó al cargo sin poder. Su contribución electoral a la sumatoria de votos del Frente de Todos fue ínfima, por lo cual su dependencia de los sectores electoralmente potentes de dicha alianza, era absoluta.

Cuando Andrés Larroque dice que Fernández "rompió el contrato electoral", lo que dice es que el presidente se desmarcó de la pautas y condiciones aceptadas por el propio Alberto, que determinaron que Cristina decidiera ofrecerle la postulación. Y si esto es así, es lógico que el presidente debió prever el alejamiento del sector que lo llevó al poder.

Ahora bien. Esa jugada puede ser una estrategia y estaría bien desde el estricto punto de vista del juego de poder, si tuviese donde recostarse, si hubiera construido una base desde la cual disputarle al kirchnerismo, como este movimiento hizo en su momento para destronar al duhaldismo. 

Pero eso jamás ocurrió. Alberto asienta su respaldo político en el llamado Grupo Callao, unos pocos dirigentes de reducida experiencia y menos influencia política, y otros cuatro o cinco seguidores que ahora son ministros o funcionarios de altos cargos.

Y estos últimos, son los mismos funcionarios que hoy lo critican severamente hacia adentro, por no "ponerse los pantalones". Es decir, su propia gente quiere ir a la batalla, incluso estando esta perdida, como los 300 del espartano Leónidas, pero Leónidas en este caso, rehuye el combate.

Esto lo conduce al camino del emitaño, el que parece ambicionar la soledad, repeliendo a extraños pero también a propios, un combatiente pacifista, un boxeador manco. 

Zaratustra en su soledad, analiza los vericuetos mas recónditos del hombre, los interpreta, profundiza y postula la muerte de Dios. La soledad de Alberto es un tanto menos profunda y todo indica que su legado, será bastante mas pobre.