Las boletas que ilustran el artículo son la muestra palpable de que nadie gana en la Argentina, una elección presidencial, sin tener el respaldo de una coalición. Se ve al ex presidente Mauricio Macri buscando su reelección con su candidato a vice: Miguel Pichetto, el jefe del bloque kirchnerista por 15 años. A su lado, el actual presidente antes de ser electo: Alberto Fernández, quien no dejó medio por recorrer criticando a quien lo postuló: Cristina Kirchner, la vicepresidenta y titular del poder real dentro de esa alianza.

Está claro desde 2015: no es posible ganar una elección presidencial sin una alianza. Ningún partido político, desde que el kirchnerismo terminó su período de enorme poder, coaliga la suficiente cantidad de preferencias de los electores, como para imponerse "por la suya".

Ahora bien, alcanzadas esas alianzas para competir, alguna de las mismas ganará la elección y entonces hay que gobernar. La ventaja que dio armar una buena coalición, se transforma ahí en un suplicio. 

Componer un gobierno conformando a todas las partes ya es un problema, porque en general las visiones sobre las soluciones que pueden resolver los problemas de la gente son diferenciadas, sus matices son casi siempre, mas que matices: fosas oceánicas.

En el actual gobierno, el acuerdo o no con el FMI y en que términos, no es un matiz, es una grieta profunda entre los débiles albertistas que sin embargo tienen la presidencia y los potentes kirchneristas que no la tienen.

Ya pasó con la gestión de Mauricio Macri, cuando ante cada medida o crisis, se veía a los radicales entrando circunspectos a la Rosada dispuestos a quejarse en público, o exigiendo cambios de gabinete que el presidente no quería hacer.

¿Es posible un gobierno de coalición eficiente?. En Europa, donde rigen las democracias parlamentarias, parece ser que sí, de hecho casi todos lo son, nadie logra formar gobierno solamente con sus propios legisladores. Es cierto hay crisis, pero el sistema prevé los mecanismos para resolverlas: se disuelve el parlamento, hay voto de censura, se forma nuevo gobierno, se llama a elecciones.

En la tradición presidencialista de nuestro país, ese ejercicio no existe. La crisis de una gestión no tiene en el Congreso las facultades para resolverla, es casi, un poder menor, pese a lo que la Constitución diga. Una cosa es lo que dice la Carta Magna y otra el diseño que establece para el ejercicio del gobierno.

La culminación de un período de gobierno antes de tiempo no es vista como una circunstancia democrática mas, sino como un drama épico, casi una interrupción institucional y es regida por una ley llamada "de acefalía". No habría acefalía si el Congreso (Parlamento) tuviese facultades mas decisivas en la formación del gobierno.

El sistema no habilita un buen ejercicio de gobiernos de coalición. Pero a su vez, está dicho, no se puede ganar una elección sin una. Este callejón sin salida que determina la estructura jurídica del poder en la Argentina y la cultura del presidencialismo, conduce a fatalidades que no deberían ocurrir.

Aparte de rediseñar el sistema económico en variadísimos aspectos, es imprescindible rediseñar el sistema político. 

Habrá quienes vayan a decir que en los Estados Unidos hay un sistema presidencialista que lleva más de 200 años de éxitos. Es una relativa verdad, pero, en aquel caso, existe en paralelo una federación auténtica, con enorme poder de los gobernadores de los estados, que licúa la capacidad de acción presidencial, y eso mitiga el poder central, algo muy distinto a lo que ocurre en nuestro país, con gobernadores presos de la coparticipación del estado central y sus arbitrarios adelantos del tesoro nacional (ATN). 

El sistema político es perverso y claramente, cada vez más irresoluble. Tato como el económico, en una Argentina, que evidentemente, no da más.