Es un buen momento la Pascua para recordar todo lo que esperábamos de la Iglesia del Papa Francisco. Es que había un mundo pendiente de un pontificado moderno, que resolviera de cuajo algunos problemas que afectaban a la credibilidad de la Iglesia y derivaban en la pérdida “por goteo” de fieles en todo el mundo. No por argentino, sino por su supuesta cercanía con la doctrina social de la Iglesia y su pertenencia a los Franciscanos, un sector “progresista” dentro de la jerarquía.

Jorge Bergoglio encarnaba para muchos esa esperanza. Los sacerdotes y jerarcas que fuesen acusados o sospechados de pedofilia o delitos que involucraran a menores, directamente despedidos, una línea clara y ejemplos de sanciones drásticas para modificar conductas que, por reiteradas, parecen terminando habituales. Incluso había quienes esperaban gestos de apertura, como permitir el casamiento de los sacerdotes y convalidar de algún modo, la unión de personas de un mismo sexo.

Nada de esto ocurrió, incluso tal unión fue rechazada de plano por el propio Vaticano. Nada de lo esperado pasó. Francisco no solamente no ejecutó castigos ejemplares, a veces, como en el caso del cura chileno Fernando Karadima, lo defendió a ultranza, justamente en su visita a ese país, hasta que debió echarlo y reconocer, largo tiempo después, que había subestimado el problema.

Hace solo tres meses, el Papa Francisco le pidió al cardenal Vincent Nichols, líder de la iglesia católica en Inglaterra y Gales, que permaneciera en su cargo, a pesar de un informe condenatorio que criticaba su liderazgo y concluía que la iglesia priorizaba repetidamente su reputación sobre el bienestar de las víctimas de abuso sexual infantil. En su revisión final de la Iglesia, la investigación independiente sobre abuso sexual infantil (IICSA) dijo que la falta de cooperación del Vaticano con la investigación “pasa de entendimiento”.

El informe de 162 páginas decía que “el descuido de la iglesia del bienestar físico, emocional y espiritual de los niños y jóvenes a favor de proteger su reputación estaba en conflicto con su misión de amor y cuidado por los inocentes y vulnerables”.

Respecto a los negocios irregulares de la Iglesia, especialmente la inmobiliaria, tampoco se produjeron grandes cambios, mas allá de algún pedido de rendición de cuentas pendiente hace años. De hecho, a fines del año pasado el ministro de Economía del Vaticano, Juan Antonio Guerrero, designado por el Papa Francisco, dió a conocer las cuentas de la Santa Sede de 2019, como un acto de “transparencia”, después de 4 años de no hacerlo, lo que habría sido un acto de “oscuridad”, por contrario imperio.

“Leo los periódicos. Es posible que, en algunos casos, la Santa Sede haya sido, además de mal aconsejada, hasta estafada. Creo que estamos aprendiendo de los errores del pasado o de la imprudencia. Ahora se trata de acelerar el impulso decisivo e insistente del Papa en el proceso de transparencia interna y externa, de control y colaboración entre los distintos departamentos”, dijo Guerrero. Y completó: “La Santa Sede no funciona como una empresa o como un Estado, no busca beneficios o excedencias. Por lo tanto es normal que esté en déficit. A veces debemos dar más de lo que tenemos para cumplir nuestra misión. Lo que debemos ocuparnos es que el déficit sea sostenible y que sea financiado adecuadamente a largo plazo. Debemos confiar en la providencia, que actúa a través de la generosidad de los fieles”.

Hay gestos, algún ademán tal vez. Pero no políticas claras y decididas, después de 8 años de pontificado, Francisco no ha estado ni cerca de lo que muchos esperaban de él, ha sido este lapso, un Papa más, con mucho ruido pero pocas nueces.