Comienza una nueva era en Estados Unidos. La de la restauración de la imagen, dañada por la política aislacionista de Donald Trump. Al filo de sus primeros 100 días de gobierno, Joe Biden refrendó aquello que aprobaron ambas cámaras del Capitolio en 2019: el reconocimiento del genocidio armenio.

Histórico, mal que les pese a sus pares de Turquía, Recep Tayyip Erdogan, y de Azerbaiyán, Ilham Alíev, aliados en 2020 en una guerra fuera de foco por la recuperación azerí de la Nagorno Karabaj, la República de Artsaj, cuya población vive al cobijo de Armenia.

Biden resultó ser el primer presidente norteamericano de la historia en admitir que aquello que empezó durante el Imperio Otomano, en 1915, con el arresto y la ejecución de líderes comunitarios e intelectuales armenios, y continuó con la masacre de 1,5 millón de personas y la confiscación de sus propiedades hasta 1923, cuando nació la Turquía moderna con Mustafá Kemal (Atatürk) como su primer presidente, fue un genocidio en toda regla. Letra por letra.

A tono con el diccionario, el “exterminio o eliminación sistemática de un grupo humano por motivo de raza, etnia, religión, política o nacionalidad”. Ciento seis años después del comienzo de la masacre, el 24 de abril, Estados Unidos sumó su nombre a una treintena de países que no hicieron más que honrar la verdad o, valga la redundancia, negar el negacionismo propiciado por Turquía. Entre ellos, Argentina.

En aquellos tiempos, previos a la Primera Guerra Mundial, los Jóvenes Turcos, enrolados en el llamado Comité de Unidad y Progreso, apoyaban a Alemania y tildaban a los armenios de «saboteadores» por su respaldo a Rusia. El genocidio armenio pasó a ser el primer intento moderno de eliminar a todo un pueblo, según el historiador británico Eric Hobsbawm.

Así como no se puede tapar el sol con un dedo, tampoco se puede soslayar la pena ajena. La de un pueblo sometido a la persecución y el exilio cuyos pesares inspiraron, entre otras monstruosidades, el Holocausto. Mientras el mundo digiere el engendro de la posverdad, cual distorsión deliberada de la realidad, el periodista turco de origen armenio Hrant Dink paga con su vida la defensa de la verdad en 2007.

Cuatro años después, otro turco, Orhan Pamuk, premio Nobel de Literatura 2006, es condenado a pagar una multa por “insultar y debilitar la identidad” nacional. ¿Qué delito cometieron? El mismo que Biden, salvando las distancias, reprendido por emitir su juicio sobre la verdad.

Erdogan escuchó por teléfono las palabras de su par azerí Alíev como un atenuante. “Es inaceptable”, le dijo. “Un error histórico”, insistió. No daban crédito a semejante intromisión en los asuntos internos de Turquía, como si los delitos de lesa humanidad no trascendieran fronteras.

Lo de Estados Unidos, por su peso internacional, no sólo pretendió ser una restauración tardía, sino también la reparación de un capítulo menospreciado por Trump. El de la defensa de los derechos humanos. Difícil para un autócrata como Erdogan, cómodo con Trump, entender a un demócrata como Biden, más allá de su partido. ¿Por qué ningún presidente de Estados Unidos se había atrevido a rubricar aquello que ya había reconocido la mayoría de los congresos estatales? Por preservar la relación bilateral con Turquía, socio de la OTAN y aliado en la Guerra Fría.

La historia oficial turca, contada por su Ministerio de Exteriores, niega una «relación significativa» entre el Holocausto y «la experiencia armenia otomana». Niega también “la evidencia” del genocidio, palabra acuñada en 1943 por el jurista polaco Raphael Lemkin cuando su pueblo, el judío, era hostigado por los nazis. Las calamidades, como el ataque azerí con el apoyo turco contra Nagorno Karabaj, salteándose la diplomacia, no tienen fecha de caducidad.

En 1915, el embajador norteamericano ante el Imperio Otomano, Henry Morgenthau, despachó un cable diplomático más que elocuente: «Los informes de distritos muy dispersos indican intentos sistemáticos de desarraigar a las poblaciones armenias pacíficas por medio de detenciones arbitrarias, torturas terribles, expulsiones y deportaciones al por mayor de un extremo del Imperio al otro, acompañadas de frecuentes casos de violación, pillaje y asesinato que se han convertido en masacre para traerles destrucción y miseria”. No faltaba la evidencia, sino la decisión.

Erdogán dejó de ser confiable para Estados Unidos. No sólo por su asedio a la minoría kurda en la guerra de Siria con el guiño de Vladimir Putin, tildado de “asesino” por Biden, sino también por la compra de un sistema ruso de defensa antimisiles que, a los ojos del Pentágono, es “incompatible con el equipo militar de la OTAN y una amenaza para la seguridad de la alianza».

Las calamidades, como el ataque azerí con el apoyo turco contra Nagorno Karabaj, diferendo en suspenso desde el final de la Unión Soviética, salteándose la diplomacia, no tienen fecha de caducidad. Si el genocidio armenio no existió, la Tierra es plana y el coronavirus es un arma de distracción masiva. Una excusa para obligarnos a usar bozales.

Jorge Elías Twitter: @JorgeEliasInter  @Elinterin

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