Llegó el momento de barajar y dar de nuevo en muchos aspectos para Boca. La mayoría de las veces, es una derrota o una eliminación la que hace repensar los proyectos, analizar los ciclos de los jugadores y decidir un posible nuevo rumbo. En este caso, un triunfo por penales, ante un River plagado de juveniles y suplentes tiene que ser el despertador.

El Xeneize mostró una pobreza futbolística alarmante y una carencia de ambición llamativa. La imagen del final, del no festejo, ya sea por prudencia o por confusión, es la reacción más adecuada para lo sucedido. Ni siquiera el gol tempranero pudo acomodar a un equipo sin rumbo.

El tanto producto de un error defensivo grosero del Millonario, una distracción de Leonardo Ponzio y Fabrizio Angileri y el empujón grosero de Carlos Tévez sobre Jonatan Maidana, no le trajo tranquilidad, aún cuando el partido pasó a jugarse del modo en el que supuestamente el equipo de Miguel Ángel Russo mejor responde: con espacios a las espaldas de los defensores rivales para que corran Sebastián Villa y Cristian Pavón.

Le cedió el control a un River desorientado, impreciso y hasta desordenado, que no le generó grandes situaciones en el primer tiempo puramente por impericia propia. Pero, el equipo de La Ribera se desentendió del juego. No presionó, casi no contraatacó y hubo varios futbolistas que miraron el partido.

En el segundo tiempo, los cambios revivieron al conjunto de Marcelo Gallardo. José Paradella, Lucas Beltrán y Tomás Galván entraron bien, a jugar simple y a buscar el resultado. No tuvieron un rendimiento brillante. Son jóvenes, jugaban su primer clásico y Galván inclusive su primer partido, pero mostraron una idea y una actitud que del otro lado no se vio.

También el arquero Alan Díaz debutó y lo hizo con soltura. Le tapó varias acciones clave a Tévez y mostró mucha mayor solvencia que el arquero de Boca, Agustín Rossi, pese a que fue decisivo en los penales. El gol del empate del Millonario es una de las tantas imágenes que sirven como ejemplo de la noche del equipo de Russo.

No sólo por el tanto exclusivamente, sino, especialmente, por diversas situaciones impermisibles que se dieron. Pavón tomó la decisión de dejar que Angileri trepe por el costado izquierdo sin esbozar el más mínimo esfuerzo para impedírselo. Y, Frank Fabra, que acumula varias acciones de este tipo, casi no se despegó del suelo ante la arremetida de Julián Álvarez que fue quien cabeceó para empatar el partido.

Los volantes de Boca tampoco hicieron un buen partido. Pero, no es en ellos en quien debe recaer la responsabilidad. El partido de los más experimentados, como el propio Fabra, Rossi, Sebastián Villa fue muy flojo. Y mucho más pobre fue la actuación de Marcos Rojo, cuyo inserción a la fuerza en un equipo que no lo requería lo expone aún más.

Es imposible asimilar la salida de Lisandro López y el ingreso del ex Estudiantes en términos futbolísticos. Simplemente, no hay modo de comprenderlo. La postura general, especialmente en la segunda mitad, también amerita una fuerte revisión. Incluso puede discutirse si, dadas las circunstancias, el Xeneize debía refugiarse y ceder la iniciativa como lo hizo con el resultado a favor.

Pero, con el encuentro empatado, ser claramente dominado por un equipo con una delantera con edad de cuarta división y no revelarse en absoluto, no amerita debate. Sin dudas los jugadores tienen su cuota de responsabilidad, pero desde el banco debe surgir alguna respuesta más que un desesperado grito que rece “sacá al equipo”.

No hay una sola cuestión de lo que Boca hace en cada partido que pueda detectarse como un sello del entrenador. No hay una idea madre, pero tampoco cuestiones puntuales a las que atribuirle trabajo de Russo. El equipo carece colectivamente de casi todo.

Por último, lo hecho por Edwin Cardona en los penales merece una revisión puntual. Más allá del modo en que pateó y en la ejecución que denota una ausencia de técnica suficiente como para implementar tal método de tiro, hay cuestiones gestuales que un futbolista no puede pasar por alto.

De hecho, no da la sensación de que el colombiano no haya reparado en lo que hacía. Por el contrario, el remate picado sugiere que intentó bastardear a un juvenil como Díaz que no sólo le atajó el penal, sino que tuvo una actuación general mucho más digna.

Boca posee muchos futbolistas que juegan su juego, al que no puede llamarse siquiera partido. Van por lo propio, por la gloria o el lucimiento personal, con total desprecio por lo colectivo e incluso por el resultado. Se hacen expulsar en partidos definitorios, ponderan el lujo improductivo por sobre la concreción y celebran el éxito personal con bastante más énfasis que el del equipo. Y, ni siquiera cuestionados, se avispan como para al menos aparentar o guardar las formas. Desafían el propio beneficio de la institución con una altanería sorprendente.

La pálida situación de un equipo que consiguió eliminar a su clásico rival tras seis duelos seguidos y no lo festejó, refleja a la perfección la situación. Ya sea que los jugadores no hayan notado que la conversión de Julio Buffarini les daba la clasificación o que, como sería mucho más positivo, se hayan dado cuenta de que había poco para festejar, quedará la imagen de un equipo que fue vencido incluso ante el triunfo y que debe hacer revisiones en todos sus escalafones, sin excepciones.