Por Carlotta Gall para The New York Times. Muchas cosas me resultan conocidas en medio del retumbar de la artillería pesada de Rusia en Kiev, la capital de Ucrania. En particular, un terrible sentimiento de pavor.

Hace casi 30 años, me encontraba en Grozni, la capital de Chechenia, un territorio al sur de Rusia que se atrevió a declarar su independencia de Moscú cuando la Unión Soviética se estaba desintegrando. Los chechenos pagaron un enorme precio por su atrevimiento. El Ejército ruso invadió dos veces y en ambas ocasiones arrasó con la ciudad, un ejemplo del que se ha convertido en un manual familiar de Rusia para imponer control sobre regiones periféricas del otrora imperio ruso y aplastar pueblos hasta la sumisión.