Por Carlotta Gall para The New York Times. Muchas cosas me resultan conocidas en medio del retumbar de la artillería pesada de Rusia en Kiev, la capital de Ucrania. En particular, un terrible sentimiento de pavor.

Hace casi 30 años, me encontraba en Grozni, la capital de Chechenia, un territorio al sur de Rusia que se atrevió a declarar su independencia de Moscú cuando la Unión Soviética se estaba desintegrando. Los chechenos pagaron un enorme precio por su atrevimiento. El Ejército ruso invadió dos veces y en ambas ocasiones arrasó con la ciudad, un ejemplo del que se ha convertido en un manual familiar de Rusia para imponer control sobre regiones periféricas del otrora imperio ruso y aplastar pueblos hasta la sumisión.

Ucrania es muy distinta de Chechenia, un pequeño territorio de tan solo un millón de habitantes en el norte del Cáucaso. Ucrania es un país soberano con una población de más de 40 millones de personas, una fuerza armada de más de 200.000 soldados y una ciudad capital de tres millones de habitantes o más.

Sin embargo, vale la pena recordar la experiencia chechena, pues fue la primera vez que vimos a Vladimir Putin desarrollar su estrategia para reafirmar el dominio ruso donde quiera que lo deseara. Sus métodos son la fuerza bruta y el terror: bombardear y sitiar ciudades, usar a civiles como blancos a propósito y secuestrar y encarcelar a los líderes y periodistas locales para remplazarlos con colaboracionistas fieles. Las tácticas están tomadas directamente del manual de Iósif Stalin, como lo escribió la exsecretaria de Estado Madeleine Albright poco antes de morir.

La guerra en Chechenia comenzó con un despliegue impactante de incompetencia rusa. En 1994, durante la víspera de Año Nuevo, las tropas rusas fueron enviadas con torpeza a Grozni. La fuerza, compuesta en su mayor parte por soldados conscriptos que no sabían qué esperar, ingresó a la ciudad con largas columnas de tanques y vehículos blindados; se esperaba que fuera un derrocamiento veloz de los líderes chechenos.

Fueron recibidos por unidades muy motivadas de combatientes chechenos armados con cohetes antitanques, que emboscaron las columnas, atraparon y quemaron a cientos de soldados y vehículos blindados en una noche. Toda una brigada, la brigada Maikop, fue aniquilada casi por completo.

En los días que siguieron, Rusia quedó en un silencio estupefacto mientras el liderazgo evaluaba lo ocurrido y el ejército enviaba refuerzos. Los chechenos celebraron su victoria, dejaron que sus prisioneros hablaran por teléfono con sus madres en Rusia e instaron a Moscú a que retirara sus tropas. Sin embargo, la calma no duró.

El Ejército ruso se movilizó para flanquear Grozni por tres lados y desató sobre la ciudad una arremetida violenta y aterradora de ataques aéreos y artillería. Sus fuerzas destrozaron los suburbios, los parques industriales y luego los distritos residenciales, manzana por manzana, movilizándose por tierra poco a poco mientras forzaban la retirada de los combatientes chechenos bajo un bombardeo abrumador.

Yo lo vi de cerca desde ambos lados, reportando tras las líneas rusas mientras sus enormes armas azotaban la ciudad y recorrían toda la gama de bombas y proyectiles para llegar a los búnkeres donde los civiles vivían sitiados. Una moderna ciudad europea se convirtió en un paisaje lunar devastado. Recuerdo cómo los edificios fueron cortados a la mitad y la vida de las personas se desparramó de los apartamentos a la intemperie.

Los combatientes chechenos estaban por todas partes, pasaban a toda velocidad en autos civiles hacia el frente de batalla, corrían por calles laterales y edificios destruidos. Se convirtieron en maestros de la guerrilla urbana y resistieron durante semanas contra adversidades abrumadoras. Tenían el apoyo generalizado de la población civil, la cual estaba furiosa por el uso de la fuerza bruta de parte de Moscú. Los chechenos, un pueblo musulmán, habían sufrido opresión y deportación durante el mandato de Stalin y tenían un largo historial de resistencia frente al control ruso.

Cuando los rusos se encontraban con una defensa más obstinada de lo normal, dejaban caer bombas de racimo letales que suprimían a cualquier persona o vehículo que circulara por las calles, ya fueran combatientes, civiles que huían o personas mayores que querían recoger agua.

Después de tres meses, las fuerzas rusas tomaron el centro de la ciudad y los soldados se sentaban en sillas de plástico para cuidar un páramo de edificios destruidos, tierra excavada y tocones golpeados. La lucha se trasladó a los suburbios del sur, donde las fuerzas rusas destruyeron la última resistencia con bombas para colapsar búnkeres, las cuales atravesaban edificios de ocho pisos hasta los sótanos llenos de civiles, y bombas termobáricas que explotaban en los techos y propagaban poderosas ondas sísmicas.

Buena parte de esa experiencia puede evocarse en Ucrania en la actualidad. Aunque han transcurrido casi 30 años, es asombroso ver a Rusia emplear muchas de las mismas tácticas —y cometer los mismos errores— en Ucrania. A pesar de las duras lecciones aprendidas en Chechenia y Afganistán, las tropas rusas recorrieron las principales autopistas con sus tanques y camiones de combustible en un intento por tomar el control de la capital ucraniana en las primeras semanas de marzo.

Los soldados ucranianos ya se lo esperaban y organizaron varias emboscadas. Destruyeron tanques y vehículos blindados, lo cual creó tal amontonamiento que bloqueó el avance ruso. Muchos soldados rusos fueron asesinados o hechos prisioneros. Los sobrevivientes fueron forzados a escapar a los bosques de los alrededores. Otras columnas de tanques fueron destruidas al acercarse a Kiev por el este.

Luego siguió una especie de calma. La ciudad respiró de nuevo. Reabrieron unas pocas cafeterías.

Ahora, en el segundo mes de la guerra, las autoridades ucranianas aseguran que por el momento los rusos han dejado de centrar su atención en un ataque a la capital. No obstante, los analistas en Europa y Estados Unidos advierten que sin duda Kiev sigue siendo un blanco y ya estamos atestiguando espantosos bombardeos contra otras ciudades en todo el país.

Aunque muchas fuerzas rusas se han retirado de Kiev para reorganizarse, otras ya se han desplegado para empezar a flanquear la ciudad. Entre la columna blindada rusa de kilómetros de largo que había avanzado hacia la capital, analistas militares identificaron varios lanzacohetes, artillería pesada e incluso armas termobáricas. Los combates intensos siguen siendo constantes en varios suburbios del norte y la ciudad ha sufrido ataques de misiles teledirigidos y artillería casi todas las noches y, desde hace poco, todos los días.

En las últimas dos semanas, el alcalde de Kiev, Vitali Klichkó, ha ordenado un toque de queda de 36 horas que exige que todos los civiles no salgan durante dos noches y un día cuando los comandantes militares advirtieron de un peligro en aumento.

“Por favor, quédense en casa, será mucho más seguro”, rogó Klichkó la semana pasada en una conferencia de prensa al aire libre, mientras por toda la ciudad sonaban las sirenas de ataque aéreo. El alcalde, un excampeón de box de peso pesado, intentó preparar a su estupefacto pueblo para una lucha prolongada.

“No podemos dar una respuesta a cuánto va a durar esta guerra”, dijo. “Esperamos que sean semanas. Espero que no sean años”.

Incluso cuando Kiev se prepara para lo peor, las fuerzas rusas han estado golpeando a Járkov, la segunda ciudad más grande de Ucrania, a la ciudad portuaria de Mariúpol, a la ciudad de Mikoláiv y el poblado norteño de Chernígov. Impedidos de apoderarse de ellas en los primeros días de la guerra, el ejército ruso los ha atacado desde lejos, demoliendo constantemente infraestructura y edificios, incluidos hospitales, refugios antiaéreos y escuelas, incluso mientras miles de civiles están atrapados en su interior.

“En realidad son un ejército de artillería”, comentó sobre el ejército ruso Samuel Cranny-Evans, analista en el Instituto Royal United Services, un organismo de investigación británico. “La artillería es la primera respuesta a la mayoría de dificultades, ya sea que estén luchando en un campo, en las montañas o una ciudad. El resultado de esto, en el último caso, es una ciudad aplastada y bajas civiles”.

Un comandante checheno, Muslim Cheberloevsky, quien peleó contra el Ejército ruso en su patria durante más de una década, conoce a la perfección los métodos rusos. Cheberloevsky llegó con algunos de sus combatientes a apoyar a Ucrania cuando Putin se movilizó para anexar Crimea en 2014. Ahora está comandando un batallón de voluntarios chechenos cerca de Kiev.

Describió el combate a las afueras de Kiev como un juego del gato y el ratón: las fuerzas rusas mueven poco a poco a media decena de vehículos blindados hacia un pueblo, y sus combatientes, junto con los ucranianos, intentan atacarlos antes de que se atrincheren. Los rusos intentaban avanzar, “pero sus neumáticos se quedan girando”, comentó.

Se burló de las fuerzas armadas rusas. “Tienen tácticas estúpidas desde la época del imperio ruso; no han cambiado”, opinó. “Su táctica más importante es mandar a la gente a morir en el campo de batalla. No les interesan sus propios soldados”.

Hay un siguiente nivel en el manual de Putin, que es muy conocido entre los chechenos. Cuando las tropas rusas obtuvieron el control por tierra de Chechenia, destrozaron todo el disentimiento restante con arrestos, campos de filtración y la persuasión y empoderamiento de lugareños para convertirlos en protegidos y colaboradores.

Después de dar rienda suelta a un arsenal terrible, el golpe decisivo en contra de Chechenia fue usar a los chechenos leales a Rusia para imponer el control. Seis años después de iniciada la guerra, Putin persuadió al jefe muftí de Chechenia para que traicionara la causa rebelde. El hijo del muftí, Ramzán Kadírov, se convirtió en el principal esbirro de Putin y ha facilitado combatientes chechenos para apoyar a las fuerzas rusas en las guerras en Siria y ahora en Ucrania.

Ya hay señales de ese tipo de métodos en Ucrania: el arresto y la desaparición de autoridades locales, las detenciones y amenazas en contra de periodistas locales y la supuesta evacuación masiva de civiles a Rusia.

Los métodos que usaron los agentes rusos durante los últimos ocho años en los distritos separatistas del este de Ucrania —su represión rígida y su confinamiento infame— son un ejemplo muy claro de la manera en que el país podría ser controlado bajo la ocupación rusa.

Chris Alexander, diplomático y político canadiense que trabajó en la embajada de Canadá en Moscú en lo álgido de la guerra chechena, también advirtió que podrían venir cosas peores.

“El único peligro para los ucranianos en este momento son los bombardeos concentrados indiscriminados, al estilo de Alepo/Grozni”, me escribió. “Esto no ha terminado, ni de lejos”.