Contada en primera persona por Malala Yousafzai, la chica que sobrevivió al intento de asesinato de los talibanes en Pakistán y resultó ser la ganadora más joven de la historia del Premio Nobel de la Paz, la versión edulcorada de los nuevos patrones de Afganistán se diluye de inmediato. Malala recuerda su infancia: “Cuando los talibanes tomaron mi ciudad natal en el valle de Swat en 2007 y poco después prohibieron que las niñas recibieran educación, escondí mis libros bajo mi largo y grueso chaúl y caminé a la escuela con miedo. Cinco años después, cuando tenía 15 años, los talibanes intentaron matarme por alzar la voz sobre mi derecho a ir a la escuela”.

Un derecho vedado a las mujeres por la sharía (ley islámica), así como trabajar fuera de casa y salir a la calle sin el burka y en compañía de un hombre de la familia. Malala, de 24 años, víctima del régimen talibán, recibió tres balazos en 2012. Iba en un autobús escolar. Rumbo al hospital militar en Peshawar, su padre, Ziauddin Yousafzai, creyó que debía preparar el funeral. La salvaron y, gracias a la presión internacional, se recuperó en el hospital Queen Elizabeth, de Birmingham, Inglaterra. Teme ahora por “mis hermanas en Afganistán, millones de mujeres y niñas afganas que recibieron educación en las últimas dos décadas”.

Dos décadas después del final de la feroz dictadura talibana instaurada en 1996 y de la ocupación militar extranjera en 2001 por haber sido el refugio de Osama bin Laden tras la voladura de las Torres Gemelas y de parte del Pentágono queda un sabor amargo. El de la retirada de las tropas norteamericanas, planeada Barack Obama, firmada por Donald Trump y ordenada, por Joe Biden. El camino del islam, significado de la palabra sharía, deja a los afganos a la sombra de un emirato con una visión restrictiva de la vida pública y lapidaria de la privada.

Esa visión del siglo VII, implantada antes de la muerte del profeta Mahoma en el año 632, llevó a los pupilos religiosos a convertirse en mujahidines (combatientes) tras otra retirada de Afganistán. La de las fuerzas soviéticas en 1989. En las zonas rurales de la provincia sureña de Kandahar, corazón de la etnia pastún, los magnates del opio animaron a los talibanes (de ṭālib, estudiante) a prescindir del apoyo de Estados Unidos contra su rival en la Guerra Fría y, con el pretexto de aplicar el islam y exterminar la corrupción, imponer su propia interpretación del Corán con castigos, azotes, amputaciones y ejecuciones, cual ejemplo de obediencia y buena conducta.


En 2001, el régimen talibán, liderado por el mulá Mohamed Omar, se rehusó a entregar a Bin Laden. George W. Bush armó la coalición que invadió Afganistán. Los sobrevivientes de los ataques, tanto talibanes como miembros de su hijo dilecto, Al-Qaeda, huyeron a Pakistán, la tierra de Malala, donde 10 años después iba a ser ejecutado Bin Laden. La posterior guerra contra Irak, otra pesadilla, desvió el foco de atención mientras persistía la promesa de apuntalar en Afganistán una democracia de estilo occidental. Nada más alejado de la realidad. La crispación crecía en las zonas rurales, filón para reclutar civiles, adhirieran a la causa o no. Cobraban más que los policías.

A los ojos de los afganos, los invasores extranjeros aceitaban la corrupción gubernamental en lugar de combatirla. Era cuestión de tiempo, el gran vencedor de la batalla. La imagen edulcorada del régimen talibán supone ahora una estrategia de moderación frente a su habitual retórica incendiaria, de modo de obtener fondos y ayudas del exterior que quedaron en suspenso desde la toma de Kabul. La sharía abreva en el Corán, libro sagrado de los musulmanes, y en las hádices, antología de las enseñanzas de Mahoma que trazan el camino (sunna). Del camino surgen tanto los cinco rezos diarios obligatorios como las limitaciones para las mujeres y la persecución de los infieles.

Una de cada cuatro personas en el mundo profesa el islam, pero no todos los musulmanes son árabes. No lo son ni hablan el idioma los afganos ni los de Pakistán, Indonesia, India, Irán y Bangladesh, entre otros países, divididos desde la primera guerra islámica o fitna en sunitas (seguidores de los primeros califas sucesores de Mahoma), chiitas (fieles a los parientes de Mahoma, como su primo y yerno Alí) y jariyitas (“los que se salen” en la elección del califa, cuyo precepto, incorporado por núcleos terroristas como Al-Qaeda, el Daesh o ISS o Estado Islámico, el Grupo islámico Armado de Argelia y otros, consiste en asesinar a los infieles).

Los hombres, no las escrituras, crearon una suerte de código penal de la sharía. Distingue entre las ofensas graves (hadd) como el robo, el adulterio, la fornicación, la mentira, la apostasía y la ingesta de alcohol, castigados “por exigencia de Dios” con latigazos, lapidaciones o amputaciones, y las ofensas leves (tazir), libradas a la voluntad de los jueces de turno. La mayoría de los musulmanes rechaza la aplicación extrema de la sharía. Consideran el islamismo o islam político ajeno a las enseñanzas del profeta.

El régimen talibán, con mayoría sunita de la etnia pastún, exhibe ahora su versión edulcorada, pero profesa un islamismo ultraconservador anidado en las madrasas (escuelas) de Pakistán. Fueron los albergues de los refugiados afganos tras la invasión extranjera. Contaron con la financiación de Arabia Saudita, cuna de Bin Laden. Hombres de barba forzosa, reacios al cine, el teatro o la televisión. Mujeres sometidas al encierro. Niños reclutados. Y niñas al acecho del secuestro, la esclavitud o la muerte. De la cual zafó de milagro Malala en Pakistán, preocupada como todo aquel que no pretenda volver a la Edad Media por sus hermanas. Las de Afganistán.

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