¿Qué puede hacer el papa Francisco como jefe de la Iglesia Católica y, sobre todo, como jefe de Estado en una guerra de matices políticos, económicos y, en palabras de Vladimir Putin, religiosos?

Tres días antes de la invasión, el 21 de febrero, Putin procuró convencer a los suyos: “Ucrania no es sólo un país vecino para nosotros. Es una parte inalienable de nuestra historia, cultura y espacio espiritual”. En ese espacio, el espiritual, llamó “rusos y cristianos ortodoxos” a quienes viven la región del Donbass, independizada de prepo por la Duma (Parlamento ruso). Quiso liberarlos del yugo ucraniano.

Por una súplica de obispos ucranianos, Francisco bendijo y confió a la humanidad, en especial a Ucrania y a Rusia, el corazón inmaculado de la Virgen María. Rogó por la paz en compañía de todos los obispos del mundo. Invocó las profecías que, según la Iglesia Católica, les fueron reveladas a tres niños en el pueblo portugués de Fátima cuando apareció la Virgen María. Ocurrió en 1917, el año de la Revolución Rusa. Uno de los secretos se refiere a la consagración de la Virgen María en Rusia, regida en su mayoría por la Iglesia Ortodoxa Rusa.

En su oración, Francisco pidió liberar al planeta “de la amenaza de las armas nucleares” y recordó el sacrificio de millones de personas en las dos guerras mundiales del siglo XX. Es la razón de ser de la Unión Europea cual vacuna contra los nacionalismos. Pretendió interceder de ese modo en la sangrienta guerra de Europa del Este después de haberlo intentado desde el primer momento con su reunión fuera del protocolo con el embajador ruso en El Vaticano, Alexander Avdeev. En vano. Le habían recomendado reposo por un dolor en la rodilla, pero cruzó la Plaza de San Pedro apenas supo que Putin había ordenado la invasión de Ucrania.

El mundo de Putin habla un idioma común; profesa una religión común regida por el Patriarcado de Moscú, abolido por el comunismo, y tiene un líder común. Él mismo. No por nada habló de “tierra sagrada” cuando concretó la invasión de Crimea en 2014. Seis años después, en 2020, su versión de la Russkiy mir (Rusia santa) pasó a ser algo así como el destino manifiesto de su país. Incluyó a Ucrania; Moldavia, temerosa de ser la próxima; Bielorrusia, cuyo autócrata, Aleksandr Lukashenko, le debe haber sido legitimado tras elecciones fraudulentas, y Kazajistán, bajo el puño de otro autócrata, Kasim-Yomart Tokáyev.

La identidad rusa se basa sobre la fusión entre el nacionalismo y la religión en defensa de valores opuestos a los occidentales, a menudo resumidos en los desfiles del colectivo LGBTQ. El patriarca Kirill, supuestamente exespía de la KGB como Putin, comulga con la idea de preservar “la tierra que ahora comprende a Rusia, Ucrania, Bielorrusia y otras tribus y pueblos”. Su casi inadvertida exhortación inicial a evitar las bajas civiles en Ucrania se diluyó como la sal en el agua. En 2019, ofendido con las iglesias ucranianas que querían separarse del Patriarcado de Moscú y afiliarse al Patriarcado Ecuménico de Constantinopla, repuso que Ucrania formaba parte de su “territorio canónico”.

Tanto Kirill como Putin ven en Occidente “valores falsos” que “conducen a la degradación porque son contrarios a la naturaleza humana”. Ese pensamiento caló en el Congreso Mundial de Familias, de Estados Unidos, asociado con oligarcas rusos y clérigos ortodoxos para crear un movimiento internacional por la familia. El expresidente Donald Trump se deshizo en elogios para Putin: “Es el acto de un genio”, se despachó sin ambages. Predicadores ultraconservadores como el excandidato presidencial Pat Buchanan notan que Putin “está plantando la bandera de Rusia del lado del cristianismo tradicional”.

En una videoconferencia, el 16 de marzo, Francisco instó a Krill a no hablar de “guerra santa”. En Ucrania, con una minoría católica, dos tercios de la población pertenece a las ramas ucranianas y rusas de la Iglesia Ortodoxa. La fe está tan dividida como la población. Quizá como cuando Vladimiro el Grande (980-1015) introdujo el cristianismo en la Rus de Kiev con su propio bautismo. Dentro de la Iglesia Católica no todos los obispos coinciden con el Papa. Mientras una parte del planeta condena las aberraciones cometidas por Putin, otra ve en el espejo retrovisor una vuelta de tuerca hacia un pasado presumiblemente virtuoso.

Jorge Elías

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