Se estrenó “And just like that”, la continuación de Sex and the City, con las mismas protagonistas –salvo Samantha-  veinte años más tarde. Cuando terminó la serie, en los años 2000, tenían 35, en el medio pasaron dos –fallidas- películas que retrataron sus cuarenta y pico  y ahora vuelven con 55. Una secuencia interesante porque las vemos envejecer en tiempo real, como muchas de nosotras, las espectadoras, que también entramos en la madurez.

La decisión de retomar las vidas de las protagonistas a los cincuenta es audaz:  el “edadismo” o discriminación por edad es un límite que todavía queda por vencer , una etapa de la vida en la que a la mujeres se las relega socialmente al ostracismo y la invisibilidad. 

El guionista del programa dijo antes del estreno que la idea era dar testimonio de esta etapa en la que las protagonistas ya no tienen 30,  pero tampoco están para retirarse. “Tiene que haber algo en el medio”,  y eso es lo que retrata la serie: Miranda y Charlotte con hijos e hijas ya adolescentes, Carrie con su vida sentimental encaminada, en tiempos en los que se reclama “responsabilidad sexoafectiva”, lejos de la toxicidad de hace dos décadas.  Miranda hace un giro interesante en su carrera de abogada para seguir sus ideales –algo posible en la madurez de mujeres asentadas económicamente -,  y Carrie se hace cargo de los avances de la tecnología pasando de su columna en un diario a un podcast sobre sexo.

Hay ropa holgada, anteojos que se calzan sobre la punta de la nariz, y líneas de diálogo como la censura de Charlotte frente al pelo blanco de Miranda: “Ruth Bader Ginsburg (famosa jueza feminista de la Corte Suprema de Justicia) también se teñia el pelo”. Las chicas siguen adelante con las canas al viento, las caras talladas por el tiempo y el botox, los cuerpos cuidados, siempre diosas con sus looks. 

¡Quién pudiera! Nos diremos muchas,  al ver que se mantienen muy tuneadas y con esa ropa que no es para cualquier bolsillo, aunque tal vez a esta edad sea más verosímil que cuando Carrie se compraba zapatos carísimos con su sueldo de columnista – glamour a años luz de los bolsillos sudacas- . Lo cierto es que en estos años ha pasado mucha agua bajo el puente, y las viejas temporadas han sido muy criticadas por la falta de diversidad. Nueva York es una ciudad diversa, mestiza y cosmopolita, y nada de eso se veía en la primera versión,  con protagonistas blancas, heterosexuales y profesionales que accedían a boliches, bares, desfiles y locaciones de privilegio. 

En esta temporada de 10 capítulos,  las chicas han recogido el guante con clase y sentido del humor.  Tratan de aggiornarse a las exigencias de diversidad sexual y étnica, hasta viajan en subte, pero meten la pata  todo el tiempo. Miranda intenta explicar en una incómoda escena que ella no es racista, mientras comenta el peinado de una profesora negra ante la mirada atónita y despreciativa de los estudiantes varias décadas menores que ella (la discriminación también puede pasar por la edad).  Carrie participa en un podcast sobre sexo con jóvenes representantes de una diversidad  que ella no termina de decodificar.  Ella, tan desenfadada con sus columnas de sexo en los 90, queda en silencio, no encuentra su lugar –al menos en el primer capítulo- frente al lenguaje explícito y gráfico con el que se manejan sus coequipers.  Tal vez la madurez sea eso: tomar nota de los cambios, sumar y adaptarse.

No voy a espoilear el primer capítulo que termina con alta sorpresa, solo decirles que la serie sigue siendo una oda a la amistad -aunque Samantha no esté, y se la extraña-, de esas que las mujeres sabemos construir. Asi como en las temporadas anteriores la serie rompió paradigmas al introducir  temas como el aborto, el goce femenino, la realización profesional, el derecho a la soltería o la tensión entre el trabajo y la maternidad, esta vez pone sobre la mesa la discriminación por edad con protagonistas siempre glamorosas, vibrantes, con mucho para contar, que se atreven a reírse de sí mismas.