Una persona es verdaderamente famosa, por ejemplo, cuando su nombre no necesita de apellido, o cuando su nombre y apellido se convierten en una avenida, en una plaza, en una marca, en una ley, en una estrella o en un postre.

Y ese último ítem la cabe a Ana Pavlova, la bailarina rusa que inspiró el famoso postre.
Mozo …¡¡una Pavlova!! Claras de huevo, azúcar, crema de leche, jugo de limón, fresas, una pizca de sal, azúcar impalpable y listo. La Pavlova.

Ana Pavlovna Pavlova nació en San Petersburgo, Rusia, el 12 de febrero de 1881, en medio de una familia de campesinos sin demasiados recursos.
Un verdadero misterio fue su padre, del que ella se encargó de no hablar aunque se señaló que había muerto cuando la niñita Ana tenía dos años. 
Sin embargo, la gente es mala y comenta, y se dijo que tal vez fuera hija ilegítima de un banquero llamado Lázar Polyakov.

A los 8 años se fue a probar a una escuela de ballet, la del ballet imperial, pero la rechazaron porque no le daba la edad aún. Después, por suerte, la aceptaron, sino estaríamos escribiendo sobre otra cosa ahora.
Debutó en la compañía del Teatro Marinski el primer día de julio de 1899 con la Virgen Vestal.

Formó parte de los ballets de Serguei Diáguilev con los que recorrió Europa en 1909.
Dos años más tarde, Ana creó su propia compañía. Una mujer emprendedora, cuando no era tan fácil hacerlo.

Ana Pavlova además de romper las reglas del ballet y de realizar su arte de una manera fascinante, tenía grandes dotes actorales, por eso sobresalió en los ballets románticos.
Ella transformó para siempre el ideal de las bailarinas.
La normalidad de ese entonces era encontrar bailarinas de cuerpos poderosos, musculosos, compactos. 
Ella flotaba.
Delgada, delicada, etérea.

En 1905, Michel Fokine creó para ella la que sería su obra cumbre: La muerte del cisne.
Es una pieza de ballet coreografiada sobre la composición “El Cisne” de Carnaval de Animales, de Camille Saint Saens en 1866.
La muerte del cisne se estrenó en San Petersburgo y en 1910 llegó al Metropolitan Opera House de Nueva York.
En 1941, en la película argentina “Yo quiero ser bataclana”, Niní Marshall hizo una desopilante parodia de esta pieza.

Ana también se destacó en la interpretación de “El lago de los cisnes”, de Chaikovski.

También se lució en Coppélia.
En esta obra se recrean las bases del teatro ballet y se conjugan la danza clásica, danza de carácter y la pantomima.
La acción se desarrolla en un pueblo fronterizo donde hay influencias de varias etnias y de su folklore: húngaros, polacos, ucranianos y gitanos, lo que obligó a crear un espectáculo vivo, festivo, lleno de color. La coreografía perteneció a Saint-Leon, quien era director de las compañías de ballet de la Opera de París y de San Petersburgo.

La compañía de Ana Pavlova duró 15 años, en los que realizó más de cuatro mil representaciones en los cinco continentes. Estos eventos eran organizados por Víctor D’André, de quien se cree que era su marido, aunque no se encontraron papeles que lo certificaran.

Al estallar la Primera Guerra Mundial, Ana se encontraba en Alemania y logró volver a Inglaterra. En septiembre se embarcó de nuevo a Estados Unidos para llevar a cabo otra gira.  Estaba dispuesta a bailar en cualquier parte, donde la gente quisiera verla, y la prueba es que llegó a actuar en el Hipódromo de Nueva York, entre elefantes amaestrados, así como coloridos y alegres titiriteros.

En Estados Unidos, Pavlova tenía buenos amigos, entre ellos Charles Chaplin, quienes la persuadieron para que filmara sus danzas. Dichos fragmentos pasaron a formar parte de la película “The Inmortal Swan” (1935).

En 1916 ya había filmado “La niña tonta de Portici” dirigida por Phillips Smalley y Lois Weber. 

También estuvo en México, Brasil y Argentina, entre otros países de América, y al terminar la guerra volvió a su casa de Londres, reanudó sus giras por toda Europa y extendió éstas al poco tiempo por todo el mundo. Visitó India, Malasia, Japón, Egipto, Sudáfrica, Austria y Nueva Zelanda. 
En enero de 1930, Anna Pavlova realizó la última gira de su vida por Europa.
Ana murió de pleuresía en La Haya, Países Bajos, cuando estaba de gira, el 23 de enero de 1931. Le faltaba poco para cumplir 50 años.

Su último deseo fue que le colocasen el traje que usaba en la muerte del cisne y sus últimas palabras fueron “Tocad aquel último compás muy suavemente”.

Ana Pavlova actuó cuatro veces en nuestro país: 1917, 1918, 1919 y 1928.

Las definiciones más sentidas sobre un artista siempre las da la voz de otro artista, y una bailarina dijo alguna vez:
“Pavlova vivió en el umbral del cielo y de la tierra, como intérprete de los caminos de Dios”.

Ana Pavlova, la bailarina icónica del siglo 20, la del postre, la niña de San Petersburgo que solo quería …  bailar … bailar…
Y bailar.