Obdulio Jacinto Muiños Varela nació en el Barrio La Reja de Montevideo, el 20 de septiembre de 1917. Siempre usó el apellido de su madre, que fue quien lo crio. Así lo conoció el mundo: Obdulio Varela.

Fue a la escuela primaria, no con mucha continuidad, pero debió abandonar los estudios para ayudar a parar la olla vendiendo libros por la calle o lustrando zapatos. Obdulio tenía 12 hermanos. 

A pesar de que era asmático, comenzó a jugar al fútbol. En el sitio donde todos los niños rioplatenses lo hacían en esos tiempos: el campito, más románticamente conocido como el potrero.

Su primer club serio fue el Deportivo Juventud. De allí pasó a Montevideo Wanderers y cuando ya era casi un profesional de este deporte, lo compró Peñarol. Eso pasó en 1943.

Obdulio Varela era centrojás, hoy llamado mediocentro. Un tradicional número 5.
Tenía capacidades técnicas sólo aceptables. No era muy veloz ni demasiado corpulento.
Eso sí, tenía una personalidad tremenda.

Sin gritos ni histerias acomodaba a su equipo dentro del campo como un sabio. Tenía un carácter fuerte y huía de los nuevos vientos: nada de excentricidades.

Ganó seis campeonatos uruguayos con Peñarol y dos títulos con la selección celeste: la Copa América de 1942 y el Mundial 50, el del Maracanazo.

Maracanazo 

El general Angelo Mendes de Morais, prefecto de Río de Janeiro, les habló a los futbolistas brasileños antes del match definitorio. Comenzó diciendo: “Ustedes, que dentro de unas horas serán proclamados campeones del mundo…”.

Todos pensaban que Brasil sería el campeón, incluidos los medios gráficos que ya tenían en sus portadas el título armado. 

Era lo más lógico. A los brasileños les alcanzaba con el empate, ya que ese Mundial se definió con una ronda final de cuatro selecciones y los resultados previos dictaminaban que con un punto los locales serían campeones.

Pero nunca se vende el pescado antes de pescarse. Y menos en el fútbol.

El estadio Maracaná tenía 220.000 almas en su interior. El clima triunfalista era abrumador. 
“Cumplidos, sólo si ganamos” había dicho Obdulio ante unos dirigentes uruguayos que no tenían demasiada confianza en la proeza.

Antes de entrar al campo, el Negro Jefe les dijo a los suyos la famosa frase: “los de afuera son de palo”. Los de afuera eran muchos y aullaban en las tribunas del coloso de Río de Janeiro.

Con arbitraje del inglés George Reader, Uruguay salió al campo con Máspoli; Matías González y Tejera; Schubert Gambetta, Obdulio Varela y Víctor Rodríguez Andrade; Ghiggia, Julio Pérez, Omar Míguez, Schiaffino y Morán. DT: Juan López

Brasil lo hizo con Moacyr Barbosa; Augusto y Juvenal; Bauer, Danilo y Bigode; Friaca, Zizinho, Ademir, Jair y Chico. DT: Flavio Costay

El Negro Jefe encabeza la formación uruguaya entrando al Maracaná
El Negro Jefe encabeza la formación uruguaya entrando al Maracaná

Desde el inicio mismo, Brasil salió con todo a buscar el gol. Y a los uruguayos les costó hacer pie. De a poco lo fueron logrando. Había que pasar sin heridas ese primer vendaval.
El defensor brasileño Bigode le entró muy fuerte dos veces a Ghiggia. Obdulio se acercó, le dio un cachetazo y le dijo “que sea la última vez, ¿entendiste?”.

Hubo un tiro en el palo de Jair en el final del primer tiempo. Y en el inicio del segundo, llegó el gol de Friaca.

Hielo al fuego 

Después del gol de Brasil, el estadio Maracaná fue un hervidero. Había que poner paños fríos.

“Yo había visto al juez de línea levantando la bandera. Claro, el hombre la bajó enseguida, no fuera que lo mataran. Yo agarré la pelota y me fui a hablar con él. Me insultaba el estadio entero.
Si me había bancado aquellas luchas en canchas sin alambrado, no me iba a asustar allí que tenía todas las garantías. Sabía lo que estaba haciendo. SI no enfriábamos el juego, esa máquina de jugar al fútbol nos iba a demoler”, contó tiempo después Obdulio.

Y el fuego empezó a apagarse. 

Minuto 21. Obdulio se la dio al pie a Ghiggia, que superó a Bigode, no llegó Juvenal, el extremo uruguayo se metió en el área y se la pasó a Juan Schiaffino que llegaba solo para empatar. 1-1.
Brasil todavía era el campeón.

Jules Rimet, el presidente de la FIFA, describió en su libro “Fútbol, la copa del mundo”:
“Dejé mi puesto en la tribuna y mientras preparaba el discurso que debía pronunciar ante el micrófono, me dirigí al túnel que conducía al terreno de juego. En aquel momento los dos equipos permanecían empatados a un gol. Terminando igualados, era suficiente para que Brasil pudiese ser declarado vencedor. El estadio hallábase agitado como si una tempestad se abatiera sobre el mar y las voces de los espectadores se amplificaban semejando bufidos de huracán.

Cinco minutos más tarde, justamente cuando llegaba a la salida del túnel, un silencio de muerte había reemplazado a todo aquel tumulto. Aquella multitud, inflamada en la espera de una victoria que creía cierta e ineludible, se hallaba muda de estupor, como petrificada.

¿Qué había ocurrido? Unos segundos antes del pitido final, Uruguay había marcado un segundo gol y ganado la Copa del Mundo. El zurdazo de un solo hombre –Ghiggia- había hecho enmudecer a doscientos mil.

Alcides Ghiggia convierte el segundo de Uruguay
Alcides Ghiggia convierte el segundo de Uruguay

Automáticamente, no hubo ya ni guardia de honor, ni himno nacional, ni discurso ante el micrófono, ni entrega solemne del trofeo. Me hallé solo en medio de la multitud, empujado por todos costados, con la Copa en mis brazos, sin saber qué hacer. Terminé por descubrir al capitán uruguayo y le entregué, casi a escondidas, la Copa, estrechándole la mano sin poderle decir una sola palabra”.

Ese gol que silenció al mundo lo anotó Alcides Ghiggia. Fue en el minuto 34 del segundo tiempo, con un disparo esquinado que se metió entre el palo y el brazo del arquero Barbosa. Allí tranquilamente pudo haberse detenido el tiempo.

Escribió Eduardo Galeano:
“…el milagro había sido más bien obra de un mortal de carne y hueso llamado Obdulio Varela. Obdulio había enfriado el partido, cuando se nos venía encima la avalancha, y después se había echado el cuadro entero al hombro y a puro coraje había empujado contra viento y marea. 
Al fin de aquella jornada, los periodistas acosaron al héroe. Y él no se golpeó el pecho proclamando que somos los mejores y no hay quien pueda con la garra charrúa. Fue casualidad- murmuró Obdulio, meneando la cabeza. Y cuando quisieron fotografiarlo, se puso de espaldas”.

Uruguay campeón del mundo. 

Después del partido, en el hotel Paysandú, hubo celebración. 
Dieron la orden de que nadie se fuera, pero Obdulio no obedeció. “Qué me van a sacar la libertad ahora, ahora mando yo”.

No fue una celebración demasiado sofisticada. Compraron unos sándwiches y unas cervezas y se fueron a los dormitorios a festejar la hazaña que todavía no se les había hecho carne.
Menos Obdulio, que se fue. Se internó en la noche triste de Río de Janeiro, para mirar con sus ojos la expresión del desamparo.

Existen varias versiones sobre esa noche del Negro Jefe.

Se dijo que se había ido a tomar unas cervezas al bar de la esquina, atendido por un inmigrante portugués. El propio Obdulio señaló “fui caminando a la cervecería de un amigo”.

Otra versión sostiene que se fue hasta el barrio de Copacabana y acompañado por un amigo se encontró con algunos periodistas. Bebieron unas cervezas y él comió frankfurter.

En un momento de la madrugada cayó un grupo de brasileños apesadumbrados que querían estirar esa noche maldita ahogándola en alcohol. 

Los brasileños hablaban del tal Obdulio Varela, con Obdulio sentado a un par de metros. Se dio a conocer, los brasileños lloraron por la derrota en la propia cara del verdugo. Obdulio terminó la noche invitado por los brasileños a tomar unos whiskies.

Volvió al hotel a las 7 de la mañana. Pidió dinero y se fue a pagar las cervezas que debía.

Con el premio que le dieron por ganar el Mundial se compró un autito modelo 31. Se lo robaron a la semana.

El duelo en Brasil fue absoluto: la selección no jugó por dos años y se cambiaron los colores de la indumentaria. Ya casi no se usaría más la camiseta blanca. Aparecería la “canarinha”.

Cuando Obdulio Varela dejó el fútbol, no quiso saber más nada con el ambiente. Le dolieron los engaños de los dirigentes y las críticas de los periodistas.
“No volvería a acercarme a una cancha, ni aunque me ofrecieran millones”.

Dicen que Obdulio Varela se murió el 2 de agosto de 1996. 
No es verdad. 
El Maracaná sigue radiante como siempre.