22 de junio de 1986. No solo es el nombre de un texto que describe con exactitud el semblante de nuestro país en esos tiempos, sino también una fecha que a todo futbolero le sale de memoria. Uno de esos pocos días, en la historia de un hombre, en los que recordará por siempre donde estaba, con quien y como reaccionó.

En una de sus tantas columnas en la revista El Gráfico, recopiladas en el libro “Aviones en el Cielo”, Eduardo Sacheri relata una escena propia de una película, que tiene drama, comedia y acción. El recuerdo de un partido único en toda la historia, a 36 años de la gloria.

El relato es en primera persona. El escritor cuenta que hace un año y un mes estaba de novio y que, a pesar de ello, para la familia de la chica, el no superaba la categoría de “amiguito”. Sin embargo, de un día para el otro, fue invitado oficialmente, para el domingo siguiente, a comer a la casa de la mujer en cuestión, y a conocer, formalmente, como en esa época se estilaba, a su familia.

“El domingo siguiente no era cualquier domingo. Era el domingo más difícil, más importante, más complicado y más desesperante de mi vida. El domingo siguiente era 22 de junio de 1986. Jugaba Argentina. Jugaba un partido del campeonato mundial de México. Jugaba contra Inglaterra”, recuerda el escritor. Y agrega, casi como una premonición: “Yo no sé ustedes, pero yo veo los partidos importantes como si estuviera en la cancha. Grito, salto, comento, puteo, reclamo, gambeteo, sudo, relato, gesticulo (…) En otras palabras: doy un espectáculo bochornoso para cualquiera que no entienda de este juego”.

Para colmo, agrega Sacheri, su futuro cuñado y suegro eran tenistas y solo miraban fútbol en época de mundial. Pero aceptó. El esperado día llegó, se subió al tren para ir a lo de su novia y vivió una de esas situaciones que solo un apasionado del deporte puede describir. “En el parante de enfrente viajaba un tipo. En un momento nuestros ojos se cruzaron. No nos conocíamos (…) Pero en ese momento los dos hicimos el mismo gesto con las cejas y los ojos. Gesto de ‘Mama mía, que partido nos espera’”, cuenta Sacheri, quien agrega que, sin decirse una palabra, antes de bajarse ambos se dieron ánimos.

Ya en la casa de la novia, y luego de las presentaciones formales y el asado, se dispusieron a ver el partido. Pidió bajar el volumen de la televisión y poner el relato radial de Víctor Hugo Morales, motivo por el cual ya fue mirado de reojo. Pudo soportar el primer gol sin gritarlo, ayudado por la duda de la mano, que fue detectada enseguida por el relator uruguayo.

Pero unos minutos más tarde, no pudo contenerse y después de la obra de arte de todos los tiempos que Maradona realizó para el segundo gol, no recuerda nada: “Mejor dicho, cuando recupero la consciencia, estoy colgado de los barrotes de una ventana, a un metro del suelo, con los pies sobre el alfeizar, gritando como un enajenado, insultando a los ingleses y a la madre que los parió, deshaciéndome la garganta, desconyuntándome la mandíbula, desintegrándome las cuerdas vocales…”.

Después, dio media vuelta, esperando a que los dueños de casa lo invitaran a retirarse tras el bochorno recientemente protagonizado. Pero nadie estaba prestándole atención, todos tenían los ojos clavados en el televisor, disfrutando de la maravilla del mejor jugador de la historia. Incluso, a aquellos que no eran fanáticos del fútbol, ese gol los deslumbró para siempre.

Ese día, para muchos argentinos, Maradona ascendió para siempre al cielo de los intocables. Por motivos futboleros, por motivos personales y hasta por motivos políticos. Porque poco tienen que ver una guerra y un partido de fútbol, pero el 10 de cabellera abultada evitó derramar mucha sal en una herida que aún sigue abierta.