Mientras era presidente de Rumania, Traian Băsescu vestía cada jueves de púrpura para ahuyentar a los malos espíritus. Los sindicatos de brujas, astrólogos, embalsamadores y afines convocaban ese día a sus afiliados para echarle maldiciones al gobierno con excremento de gatos y de perros muertos por haber creado un impuesto que gravaba sus actividades y los obligaba a hacer aportes a los sistemas de jubilación y de salud. No existía pócima ni hechizo capaz de hacer recapacitar a los políticos, sus peores enemigos terrenales. La crisis no perdonaba ni respetaba  conjuros.
En Colombia, mi casi tocayo Jorge Elías González, chamán y radioestesista, embolsó una millonada por impedir que lloviera en la ceremonia de clausura del Mundial de Fútbol Sub-20, en 2011. Usó, según su medulosa explicación, "un péndulo universal programado con siete péndulos sometidos a una misma fuerza y localizados estratégicamente con respecto a la posición del sol y de la Tierra". Hubiera sido fatal un aguacero para las 45.000 personas reunidas en el estadio El Campín, de Bogotá. El apodado “Señor de las Lluvias” también habría prestado sus servicios en la ceremonia de asunción del presidente Juan Manuel Santos, en 2010.
Dos años después, Santos esperó hasta las 12 del primer día 12 del año 12, el 12 de enero de 2012, para pronunciar su discurso en la entrega de una finca a campesinos. La coincidencia del número 12 resultó evidente: auguró por esa causa el éxito del proyecto. Hasta ese momento, nadie creía que tocara madera o evitara pasar debajo de una escalera. ¿Supersticioso? No tanto quizá como Indira Gandhi cuando era primera ministra de la India, renuente a tomar decisiones antes de consultar a su gurú.
En idénticas circunstancias Lon Nol,  más confiado en su ejército de astrólogos que en su corte de generales, sostenía las riendas de Kampuchea (nombre de Camboya bajo la dictadura de Pol Pot). En Haití, el dictador François Duvalier echó mano del vudú para aterrorizar a los suyos. La superstición no arribó a América con los barcos, pero Cristóbal Colón contribuyó a expandirla: sus hombres entendían que los naipes podían apaciguar a las olas, así que, en medio de una feroz tormenta, arrojó un mazo al agua y logró que se serenara la tripulación, no el mar.
Las creencias de este tipo no respetan fronteras. El lexicógrafo británico Samuel Johnson entraba y se retiraba de cualquier recinto con el pie derecho por delante. Eduardo VII, rey de Inglaterra entre 1901 y 1910, no permitía que le cambiaran las sábanas los viernes. Temía que el diablo controlara sus sueños durante el resto de la semana. Ronald Reagan leía su horóscopo personal antes de dirigirse cada mañana al Salón Oval. Nancy, su esposa, recurría a los servicios de la astróloga Joan Quigley, famosa por haberla convencido de que pudo haber predicho el atentado del 30 de marzo de 1981 contra su marido.
En Birmania, ahora Myanmar, el dictador Ne Win reemplazó el billete de 100 kyats por uno de 90. Ese número, suponía, iba a traerle buena fortuna. En 2006, el presidente de la junta militar, Than Shwe, ordenó trasladar la capital de la ciudad más grande del país, Yangón (antes Rangún), a un paraje desolado en medio de la jungla, Naypyidaw, sin agua corriente ni electricidad. El consejo de astrólogos había observado con estupor que su estrella estaba en declive y que, de no apurar la mudanza, podía caer su gobierno. Supersticioso, no tonto, el déspota birmano se hizo construir una mansión de cien habitaciones.
Napoleón recibía consejos de la clarividente Madame Normand antes de emprender sus campañas. Mussolini tenía su propio equipo de astrólogos y adivinos. Franco se fiaba de una monja catalana con fama de meiga (maga). Hitler, asesorado por su gurú, Erik Hanussen, y su astrólogo, Karl Ernest Krafft, creía en los poderes especiales del número siete. Uno de sus enemigos durante la Segunda Guerra Mundial, Winston Churchill, contrató al astrólogo húngaro Louis de Whol para leer en el cielo aquello que planeaba el Führer. El primer ministro británico portaba su “bastón de la buena suerte” y rara vez fallaba al golpear a un gato negro que le saliera al paso.
En Brasil, Dilma Rousseff batió madera tres veces cuando recibió la Copa Mundial de Fútbol, en 2014. La estrepitosa derrota del seleccionado contra Alemania, 7 a 1, pudo haberla hecho recapacitar sobre sus prevenciones. En Argentina, el presidente Néstor Kirchner estiró su brazo y tocó la  lustrosa madera del estrado de la presidencia del Senado cuando asumió como senador el ex presidente Carlos Menem. Miró a su mujer, la entonces senadora Cristina Fernández, y enarcó las cejas en cuanto el vicepresidente Daniel Scioli nombró a Menem, considerado mufa o, como dicen los españoles, gafe.
Tenía un antecedente en su propio partido, el peronismo. Con elucubraciones astrológicas, José López Rega, alias “El Brujo”, envolvía a Perón y a su última esposa, María Estela Martínez, Isabelita. En 1972, según el diario La Opinión, el siniestro fundador de la organización de ultraderecha Alianza Anticomunista Argentina (Triple A) llegó a decir: “Yo soy el pararrayos que detiene todos los males enviados contra esta casa. Cada vez soy menos López Rega y cada vez soy más la salud del general”.
Tras la muerte del general, el historiador norteamericano Joseph Page escribió: “López Rega tenía la costumbre de decir en voz baja las mismas palabras que Isabel pronunciaba en público. Según una anécdota, cuando se le preguntó por qué hacía esto, su respuesta fue que él funcionaba como el médium entre la presidenta y Perón, quien, desde la tumba, hacía llegar su mensaje a través de la viuda”. Ella, lejos de ser una lumbrera, tardó en admitir que “ese hombre”, ministro de Bienestar Social en los gobiernos de Héctor J. Cámpora, de Raúl Alberto Lastiri y de su marido, le había metido “el diablo en el cuerpo”. Toco madera. Ser supersticioso trae mala suerte.
 
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