Un año después, los chalecos amarillos siguen movilizándose cada sábado en Francia. Las protestas contra el aumento del precio del combustible pasaron a ser contra las políticas del presidente Emmanuel Macron. Le torcieron el brazo. De menor a mayor, como ocurrió en otras latitudes, una crisis destapó la olla de otra. La de la gobernabilidad en un planeta que gira a varias velocidades al mismo tiempo en función del cabreo de las sociedades. No sólo por razones económicas, sino también en demanda de libertades y de reformas o en contra de la corrupción, del fraude y de la desigualdad. Los nuevos indignados brotan como hongos.

La fisura social y política dista de aquella que comenzó en 2008. El gobierno británico vaticinaba un año antes de la crisis hipotecaria de los Estados Unidos una mayor “tensión e inestabilidad tanto en las sociedades como entre ellas”. Eso iba a dar “lugar a expresiones de malestar, como el desorden, la violencia, la criminalidad, el terrorismo y la insurgencia”. Acertó. En 2011 estalló la frustrada Primavera Árabe y aparecieron los indignados españoles, émulos del partido Unidas Podemos, y los norteamericanos de Occupy Wall Strett con el lema: “We are the 99 percent (Somos el 99 por ciento)”.

Eran brotes aislados. No como ahora. Sólo en octubre hubo 16. En Perú, Ecuador, Chile, Bolivia y Haití por motivos diferentes, pero también en España por las sentencias del procés (independencia de Cataluña), en Rusia por la detención de opositores, en Egipto contra la dictadura de Abdel Fatah al Sisi, en el Líbano por la crisis económica que derivó en la renuncia del primer ministro Saad Hariri, en Indonesia debido a un código penal demasiado punitivo y en Hong Kong por el avasallamiento de China, entre otros. La insatisfacción con los políticos se sintetiza en un latigazo global: “No nos representan”.

En Irán, en pie de reprobación por el aumento del precio del combustible, antes  prácticamente regalado, el líder supremo, Alí Khamenei, cortó por lo sano. Cortó internet y la telefonía móvil, de modo de impedir que trascendiera la represión. Brutal. La suba, como en Francia y otros países, impacta en forma proporcional en la carestía de vida. En el vecino Irak, no repuesto de la guerra de 2003 ni de las divisiones sectarias ni de las masacres del Daesh, ISIS o Estado Islámico, las altas tasas de desempleo y la corrupción generalizada llevaron a miles a las calles, como en 2009, 2011, 2015 y 2016. Más de 300 murieron esta vez.

Los nuevos indignados responden a realidades concretas de sus países, más allá de la analogía de las convocatorias por redes sociales, de los destrozos urbanos, del uso de bombas molotov y, sobre todo, de la insistencia en permanecer en las calles aún después de cumplir sus objetivos a pesar de la represión. América latina cayó en la trampa de los países de ingresos medios. El salto cualitativo se interrumpió con el desplome del precio de las materias primas desde 2013 y la onda expansiva de la operación Lava Jato. Menores ingresos, escándalos de corrupción, fraudes y rupturas del orden constitucional alientan las protestas.

La calle manda, con la clase media y los sectores populares a la cabeza, frente a una gobernabilidad cada vez más difícil por la indecisión política y la antipatía ciudadana. Las subas del combustible, como en Francia e Irán, o de las tarifas, como en Chile y Ecuador, no han sido más que el fermento de la irritación, atizada por la falta de oportunidades y de consensos. La polarización influye. Conviven dos países en uno, como en Bolivia, Brasil, Venezuela, Nicaragua, Colombia y otros confines. Los unos ningunean a los otros con eso de “nosotros y ellos”, como si fueran enemigos en una guerra no declarada. Formalmente, al menos.

Jorge Elías

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