Las crisis siempre hacen de las suyas, aunque sean ajenas. Es lo que siente Suiza, isla de prosperidad que adhiere, no pertenece, a la afligida Unión Europa. Suiza tiene apenas un tres por ciento de desempleo. El crecimiento anual, del 1,2 por ciento, es superior al de muchos de sus vecinos. Turbados por el arribo de extranjeros en busca de empleo, los suizos convocaron a un referéndum, algo usual en ellos cuando deben tomar decisiones. Esta vez, quisieron auscultar su generosa ley de asilo y asistencia social. Ocho de cada diez optaron por restringir los permisos de trabajo de larga duración. Eso levantó ampollas en la Comisión Europea.
En momentos de incertidumbre, los países que aún conservan determinados privilegios suelen replegarse o, en este caso, entornar sus fronteras. El miedo al otro, caballito de batalla de los partidos xenófobos de Europa, se convierte en la incomodidad con el otro, sobre todo frente al declive de la popularidad de las instituciones nacionales y del continente. La extrema derecha provoca escalofríos con su odiosa percepción de los inmigrantes, causantes de todo aquello que pueda funcionar mal, y de los partidos centristas europeos, boyantes en el mar encrespado cuyas olas han desatado los reclamos de indignados de diversas latitudes.
Lo curioso es que los miembros de la Unión Europea objetan el resultado del referéndum de Suiza, pero, a su vez, países aún en pie a pesar de la crisis, como Alemania, Austria, el Reino Unido y Holanda, se replantean la política de libre circulación de personas. Los cuatro pidieron frenarla a raíz de supuestos abusos, entre los cuales incluyeron hasta los matrimonios de conveniencia. La situación, convengamos, es crítica y desesperante: en el último trimestre de 2012 había 11,7 millones de desempleados en Europa, casi el doble que en 2008, según la Organización Internacional del Trabajo (OIT).
El pronóstico no augura mejoras de corto plazo. Aguijonean los miedos, sobre todo después de la trágica muerte de 366 migrantes africanos al hundirse el barco en el cual iban a la isla italiana de Lampedusa en octubre de 2013. Poco después, un video desgarrador, grabado por un joven cautivo en el centro de socorro, mostraba a los recién arribados, desnudos y expuestos a una temperatura de 15 grados a la intemperie, mientras eran rociados con un químico para combatir la sarna, como si se tratara de un campo de concentración durante la Segunda Guerra Mundial. Otro bochorno: en Francia, la policía detuvo una excursión escolar para arrestar a Leonarda Dibrani, una gitana de 15 años, y expulsarla con su familia del país.
No todos los europeos pueden ufanarse de sus raíces ancestrales. Un cuarto de la población de Suecia o algunos de sus progenitores nacieron en otro país. Cientos de miles de refugiados, muchos de ellos musulmanes, encontraron cobijo en ese país. La extrema derecha comenzó a capitalizar en las elecciones su prédica contra la inmigración. La mentira habitual es que los extranjeros ocupan los empleos vacantes en desmedro de los nativos. En todo caso, los ocupan porque los nativos prefieren abstenerse, como ocurre en los países que han alcanzado cierta bonanza.
Casi la mitad de los rusos reconoce que siente enemistad y rechazo hacia las personas de otras nacionalidades, según el centro de estudios sociológicos Levada, de Moscú. Esa cifra ha crecido en los últimos años. La mayoría aduce que despierta su xenofobia la conducta provocadora de las minorías étnicas, algo que guarda relación con el desconocimiento de las costumbres y del idioma, y el afán de menoscabar el nacionalismo ruso. En la fragmentación de identidades no distinguen entre europeos, asiáticos o africanos. Tampoco lo hacen los suizos ni los ciudadanos de cualquier otro país que, por el motivo que fuere, acoge extranjeros. En California, el padre de uno de cada seis niños no tiene los papeles migratorios en regla. Con su trabajo no hace daño a nadie.
En el mundo, según la Organización de las Naciones Unidas (ONU), hay unos 214 millones de personas que van de un país a otro en busca de un futuro mejor. Gallup reforzó la apuesta: estimó en 381 millones la cantidad de adultos que se han trasladado no sólo de un país a otro, sino, también, dentro de sus mismos países en los últimos cinco años. En ese cálculo entra uno de cada cuatro ciudadanos de los Estados Unidos. Lo mismo ha ocurrido en Nueva Zelanda, Finlandia y Noruega. La migración está asociada al trabajo, pero no es ajena a la oferta educativa, por ejemplo. Muchos se marchan a otras ciudades para enrolarse en la universidad.
Nadie ve la angustia del otro por haberse animado a probar suerte en un territorio desconocido, sino algo así como el afán de apropiarse de lo ajeno. La pertenencia es un rasgo de identidad y, también, de egoísmo. La nacionalidad no tiene ningún mérito por sí misma, menos aún cuando se convierte en un arma para defenderse del otro como si fuera un invasor. El otro es alguien que, si obra de buena fe, tiene las mismas ansias de superación que el dueño de casa. Su virtud ha sido haberse aventurado a lo desconocido para encontrar un futuro mejor. Merece respeto y comprensión. De no prevalecer ese espíritu, el mundo sería un enjambre de guetos sin salida de emergencia.