El estado benefactor, que tanto queremos, surge alrededor de 1945 y aspira a prevenir y reparar todo tipo de inequidades sociales. La igualdad de oportunidades y el exterminio de los abusos es su gran utopía. Fue el gran combustible de los sindicatos, la socialdemocracia o el socialcristianismo, algo que el historiador Eric Hobsbawm llamó “la edad de oro del capitalismo”.

El estado castigador, que tanto tememos, aparece en la Argentina de la libertad recuperada en 1983 como una deformación autoritaria de un gobierno que es tan legal como legítimo. Es el caso de Cristina Fernández de Kirchner presidenta claramente representativa, poco republicana y mucho menos federal. La expresión más inquietante es la utilización del aparato del estado como instrumento punitivo.

Este gobierno está llevando a su punto máximo la sanción hacia el que se atreve a criticar o a manifestar un punto de vista distinto. Hay como un ensañamiento de estado hacia el pluralismo con la clara intención de instalar un discurso único, amañado y obsecuente. Ya se dijo mil veces pero vale la pena repetirlo: el miedo es un veneno social. Potencia los fanatismos y fomenta el verticalismo que a su vez retroalimentan los delirios hegemónicos. Es el caldo de cultivo de las venganzas y las fracturas sociales más peligrosas. Hay dos expresiones nefastas, de clara connotación antidemocrática que hablan de “hacer tronar el escarmiento”. “A los enemigos, ni justicia”.

En los últimos tiempos, la presidenta apeló con frecuencia a estos azotes desde el estado y encontró un silencio demasiado parecido a la complicidad entre los intelectuales que la quieren eternizar en el poder. Cristina ya accionó varias veces la maquinaria del estado castigador. Y lo hizo sin pudor ni culpa. Siente que usa en plenitud el poder cuando en realidad abusa impunemente de sus facultades. Los cadenazos nacionales y la propaganda descarada cada vez mas frecuentes han servido para escrachar a un empresario inmobiliario, a un director de cine, a un abuelo al que descalificó como mezquino y al periodismo, cliente habitual de sus cachetazos.

La presidenta más poderosa desde la recuperación democrática fomentó o toleró en silencio agresiones de todo tipo. Afiches estigmatizadores repugnantes, juicios populares en las plazas, convocatorias a escupir a gente que opina distinto, verdaderos linchamientos. Y se lo hizo o se lo celebró desde el amigopolio K de medios subsidiados por todos los argentinos como los insólitos spots contra Macri y De la Sota, con la Gestafip, como muchos productores agropecuarios llaman a la entidad que conduce Ricardo Etchegaray, los servicios de inteligencia que intimidan a los jueces y a los ciudadanos de a pie con escuchas ilegales y hasta con la Unidad de Información Financiera que según denunció Hugo Alconada Mon en La Nación se utiliza para demorar las causas que involucran a los kirchneristas y acelerar las que salpican a los opositores.

El secreto fiscal se utiliza para encubrir a los Boudou y los Ricardo Jaime y para descubrir a los Saldaña o Subiela. No se los castiga por no pagar impuestos o demorarse en la presentación de sus declaraciones juradas. Se los apunta por haberse atrevido a hablar. Insisto: la presidenta ordena, fomenta o por lo menos no critica públicamente esa persecución que surge del corazón de un gobierno que no abre la boca si su autorización. La represalia desde la cima del poder siempre es una desmesura cuando se hace contra un ciudadano común.

Y no solamente la padecen los opositores. Esteban Righi, Daniel Rafecas y Adelmo Gabbi que gozaban de las simpatías de Cristina también sufrieron sobre sus cuerpos la mugre lanzada desde el gran ventilador nacional. Lo importante es que todo el mundo se cuadre y que nadie crea que opinar es gratis. En estos tiempos de cólera, el libre pensamiento es casi un delito de lesa irresponsabilidad.

Lo dijo el cineasta Eliseo Subiela con todas las letras: “Es tan grande el poder de fuego que tienen que me produce miedo. Sobre todo cuando yo no hice nada ilegal. Me da miedo que mientan sobre mi cuando lo único que hice fue salir a decir los problemas que todos los argentinos tenemos con este régimen cambiario a la hora de viajar al exterior. Parece un estado policial porque me trataron como a un delincuente”. El principal producto del estado benefactor es la igualdad. El principal producto del estado castigador es el miedo. Y está todo dicho.