A comienzos de 2013, David Cameron anunció que, de ganar las elecciones, iba a plantearles a los suyos si el Reino Unido debía seguir siendo un miembro de la Unión Europea (UE). Pretendía apaciguar el airado reclamo de soberanía de buena parte de su partido, el conservador, y del Partido por la Independencia del Reino Unido (UKIP), liderado por Nigel Farage. ¿Quién iba a imaginar que, aceptado el reto, la diputada laborista Jo Cox iba a ser cruelmente asesinada por un desquiciado de ultraderecha después de defender en un acto político la permanencia del reino en la UE y que esa muerte inútil no iba a serenar los ánimos secesionistas de más de la mitad de la población?