La negación tiene un precio. El de exponerse a padecer aquello que uno no quiere o no puede admitir. En Brasil, el coronavirus mató a más de 65.000 personas. Su presidente, Jair Bolsonaro, desdeñó desde el comienzo el impacto devastador de la pandemia. Una gripezinha. Un resfriadinho. Algo peor que, en plan de no sembrar pánico y de promover el contagio controlado para lograr la llamada inmunidad del rebaño, llevó a “lidiar con un escenario” comparado con la muerte de Stalin al primer ministro británico, Boris Johnson, según sus propias palabras, o al confinamiento forzoso del presidente de Honduras, Juan Orlando Hernández, otro autócrata.