“Identidad es una palabra peligrosa”, dispara el historiador británico Tony Judt en el ensayo revisionista y premonitorio Edge People. Tan peligrosa es la palabra identidad que, una década después de la muerte de Judt, siembra de nuevo la semilla de aquello que cosechó las peores catástrofes del siglo XX: el nacionalismo. La división no terminó al final de la Segunda Guerra Mundial. Continuó durante la Guerra Fría. Cayó el Muro de Berlín, en 1989, y dos mundos parecieron integrarse. Era una ilusión óptica. La identidad, esa palabra peligrosa, volvió a enarbolarse. Esta vez, dentro de los países, más allá de las rivalidades internacionales.

Le ocurría a Judt: “Crecí en Inglaterra y el inglés es el idioma en el que pienso y escribo. Londres, mi lugar de nacimiento, sigue siendo familiar para mí por los muchos cambios que ha visto a lo largo de las décadas. Conozco bien el país; comparto algunos de sus prejuicios y predilecciones. Pero cuando pienso o hablo inglés instintivamente uso la tercera persona: no me identifico con ellos”. ¿Acaso se identifica un fanático de Donald Trump con un demócrata acérrimo o, acaso, con un republicano moderado? ¿O un chavista con un opositor? ¿O A con B en el país C, aunque A y B sean compatriotas?

No todo es culpa de Trump, con su America First, ni mérito del excepcionalismo de algunos países como el de Judt, embarcado en el Brexit. Los pilares tradicionales de Estados Unidos, por ejemplo, se vieron atravesados desde 2017 por una gestión gubernamental más empresarial que presidencial que ahondó la fisura doméstica y, hacia fuera, rompió acuerdos internacionales, arrinconó aliados e impuso aranceles a amigos y enemigos. La estrategia aislacionista representa en forma cabal a una legión de ciudadanos harta de no sentirse representada por el establishment de Washington. Una capital lejana y, para muchos, ajena.

La identidad de los norteamericanos se basa sobre la premisa constitucional del equilibrio de poderes o checks and balances (controles y contrapesos); los ideales de la religión protestante, y el destino manifiesto en la política internacional. El margen de discrecionalidad en medio de la crisis de los partidos tradicionales convirtió a Trump en una suerte de “maverick” que “lo tienta a ser informal” por haberse perfilado como un outsider sin historia ni carrera política, apunta el politólogo venezolano Carlos Antonio Romero en el libro Estados Unidos, diez miradas, coordinado por Edmundo González Urrutia.

La polarización, avivada por Trump y reforzada por la identidad, coincide con la visión WASP (blanco, anglosajón, protestante) de los suyos y, según Elsa Cardozo, doctora en ciencias políticas por la Universidad Central de Venezuela, con la predilección por la reducción de los gastos militares, el rechazo a las intervenciones militares en otros países y, a tono con el expresidente Thomas Jefferson, la reducción de los compromisos internacionales. Esa política, agrega Cardozo, abreva en la necesidad de preservar la seguridad y el bienestar en casa de otro expresidente, Andrew Jackson, defensor de la esclavitud.

El primer presidente de Estados Unidos, George Washington, dejó dicho: “La gran regla de conducta para nosotros respecto de las naciones extranjeras es, a la vez que extender nuestras relaciones comerciales, tener con ellas tan poca relación política como sea posible”. Trump respeta a rajatabla esa premisa, así como la de otro expresidente, el malogrado Richard Nixon, para sofocar las rebeliones internas contra la segregación racial y la violencia policial desatadas tras el brutal asesinato de George Floyd. La ley y el orden. Un aliento implícito a la supremacía blanca, emparentada con la xenofobia. Otro signo de su identidad.

En la vida académica, según Judt, los universitarios pueden elegir estudios de identidad sobre género, mujeres o Asia-Pacífico. La deficiencia de esos programas, dice, no es que se concentren en una minoría étnica o en una región determinada, sino “que alienten a los miembros de esa minoría a estudiarse a sí mismos, negando simultáneamente los objetivos de una educación liberal y reforzando las mentalidades sectarias y de guetos que pretenden socavar”. La negación del otro resulta esencial para imponer la identidad. En la historia política de Argentina, llena de ismos, el parteaguas contemporáneo se llama kirchenrismo.

En el otro extremo, ¿el liberalismo es un ismo como los demás ismos? “En el siglo XIX y durante unos años en el siglo XX fue una ideología integral: mercados libres, comercio libre, libertad de expresión, fronteras abiertas, un Estado mínimo, individualismo radical, libertad civil, tolerancia religiosa, derechos de las minorías”, enumera Michael Walzer, profesor emérito de la Universidad de Princeton. Esa ideología, añade Walzer, “se llama hoy libertarismo y la mayoría de las personas que se definen como liberales –en la interpretación norteamericana del término, cercano a la socialdemocracia– no lo aceptan o, al menos, no del todo”.

La identidad echa raíces en el rencor, como si el otro fuera el culpable de las desgracias colectivas. En un momento de repliegue de la mayoría de los países, reforzado por los recaudos en las fronteras después de haber estado clausuradas a raíz de la crisis sanitaria, las prioridades de los ciudadanos, en especial de los norteamericanos en vísperas de las presidenciales, no pasan por la promoción de la democracia, los derechos humanos o el comercio ni por la consolidación del liderazgo global, sino por la protección del empleo, la lucha contra la inmigración ilegal y la prevención de eventuales atentados terroristas.

Ni China ni Medio Oriente aparecen en el radar, pero Trump insiste en apuntalar la guerra comercial y tecnológica contra Xi Jinping y las sanciones contra el régimen teocrático de Irán como señuelos de la identidad. La de la política exterior de Estados Unidos, más allá de su complacencia con autócratas como Vladimir Putin, Recep Tayip Erdogan o Kim Jong-un. “El desempleo masivo, la mayor desigualdad y la disrupción comunitaria como consecuencia de los cambios económicos relacionados con la pandemia crean condiciones favorables para una política autoritaria”, infiere Joseph Nye, profesor de la Universidad de Harvard.

Esas tendencias, previsibles antes de 2020, comenzaron a acelerar el pulso de un planeta en pausa o en transición por el COVID-19. El signo de la identidad puso en duda hasta las libertades individuales por el uso del barbijo, como si se tratara de la discusión sobre el aborto o la tenencia de armas, mientras Trump daba positivo por coronavirus y se reponía en tiempo récord en el país con la mayor cantidad de muertos y contagiados del mundo. Una paradoja: la falta de sensibilidad de los suyos frente a los pesares ajenos que, en realidad, en cualquier momento pueden ser propios.

La uberización de la política, otra secuela de la crisis, requiere una sociedad polarizada como nunca antes desde finales del siglo XIX, observa Keith Poole, profesor de ciencias políticas de la Universidad de California. Trump propone una “educación patriótica” frente al “adoctrinamiento de izquierda” en las escuelas. Las “turbas de izquierda”, como “el virus de China”, resultaron ser un ataque contra la identidad nacional. Una ironía. La de imitar las políticas del régimen comunista chino, las purgas de académicos en Turquía, la ira de Jair Bolsonaro contra “la infiltración marxista” en la educación brasileña o la implacable guerra cultural de otro iliberal, el primer ministro húngaro, Viktor Orbán.

Expone Judt: “Sabemos lo suficiente de los movimientos ideológicos y políticos para desconfiar de la solidaridad exclusiva en todas sus formas. Uno debe mantenerse alejado no sólo de los ismos obviamente poco atractivos, como el fascismo y el chovinismo, y también de la variedad más seductora, el comunismo, sin duda, así como el nacionalismo y el sionismo”. Las etiquetas incomodan. Siempre. ¿Por qué? Imponen una suerte de documento irracional. El de esa palabra peligrosa, identidad, pase libre para la negación del otro y la exigencia de aceptar opiniones como si fueran verdades absolutas. 

Jorge Elías

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