Cada vez que hay elecciones en cualquier confín del planeta, sean generales o partidarias, surge la misma duda: ¿voto por el mejor o por el menos malo? Voto últimamente por el menos dañino para mis intereses. Esos intereses pueden dividirse entre aquellos que pretenden aumentar los impuestos sobre los ingresos altos y usar esos fondos para fortalecer políticas más solidarias o aquellos que se encuentran en las antípodas porque, aducen, esas políticas reducen incentivos para crear riqueza. Desde 2015, por primera vez en la serie histórica, el uno por ciento de la población mundial posee tanto dinero líquido o invertido como el 99 por ciento restante.
Esa enorme fisura, denunciada en 2011 por los indignados de Occupy Wall Street con el lema “We are the 99% (Somos el 99%)”, lejos de suturarse, se ha ampliado desde la crisis global de 2008. En el libro La gran brecha. Qué hacer con las sociedades desiguales (Taurus, 2015), Joseph Stiglitz, Nobel de Economía, ilustra la magnitud del problema con una imagen estremecedora: un autobús en el cual viajan los 85 mayores multimillonarios del planeta contiene tanta riqueza como la mitad más pobre de la humanidad. Otro tanto expone el economista francés Thomas Piketty en su libro El capital en el siglo XXI (Fondo de Cultura Económica, 2014). Su tesis: la acumulación de las rentas de capital crece más rápidamente que la economía, abriendo aún más la grieta entre los ricos y los pobres, así como entre los ricos y la clase media.
Más allá de las críticas contra el capitalismo, funcionales a la izquierda y la derecha según la ocasión, poco o nada se ha hecho para atenuar las estadísticas: los ricos seguirán siendo más ricos y los pobres seguirán siendo más pobres. ¿Es la redistribución de la riqueza la solución? Las experiencias de la última década en América latina, con viento de cola por el alto precio de las materias primas y del petróleo, demostraron que el Estado puede paliar algunas necesidades, pero beneficia a unos pocos, llamados boliburgueses en Venezuela y capitalistas amigos en Argentina, sin bajar la persiana de la fábrica de pobres, lamentablemente utilitarios en las elecciones.
En números, uno de cada 100 habitantes del planeta tiene tanto como los 99 restantes. Es decir, el 0,7 por ciento de la población mundial acapara el 45,2 por ciento de la riqueza total y el 10 por ciento más acaudalado tiene el 88 por ciento de los activos totales, según el estudio anual de riqueza del banco suizo Credit Suisse, elaborado con los datos del patrimonio de 4.800 millones de adultos de más de 200 países. En Suiza, precisamente, naufragó la propuesta 1:12, sometida a referéndum en 2015. ¿En qué consistía? El salario máximo de una empresa no podía superar 12 veces al salario menor. La rechazó el 65 por ciento de la gente.
En los Estados Unidos, Barack Obama impulsó una suba de impuestos considerable para aquellos que ganan más y una reforma del sistema de salud que supone la expansión más grande del Estado de bienestar desde los tiempos de Lyndon B. Johnson, presidente entre 1963 y 1969. La resistencia resultó abrumadora. Los conservadores no vacilaron en pronosticar otra crisis, así como cuando, en la década del noventa, Bill Clinton, demócrata como Obama, quiso aplicar más impuestos al uno por ciento más rico.
Ahora, con primarias demócratas y republicanas en curso para las presidenciales de noviembre de 2016, seis de cada diez norteamericanos dicen que el gobierno, sinónimo de Estado, no hace lo suficiente para ayudar a la clase media, según una encuesta del Pew Research Center. Una proporción similar acusa al gobierno de olvidarse de las personas mayores, los niños y los pobres.  La mayoría identifica a los ricos con los republicanos, entre cuyos precandidatos sobresale Donald Trump, pero no encuentra en Hillary Clinton, precandidata demócrata, una exponente fiel de sus expectativas. Tampoco se vuelca a ciegas hacia un demócrata díscolo como Bernie Sanders, virtual representante del ala más cercana al ideario de Occupy Wall Street.
Sanders, como el líder laborista británico, Jeremy Corbyn, surgieron dentro de partidos tradicionales. En España, Pablo Iglesias, líder de Podemos, resultó ser el fruto de los acampes de los indignados en 2011 en la Puerta del Sol, de Madrid, y otras plazas. Entre ellos, no pocos ocultan cierta decepción con el primer ministro griego, Alexis Tsipras, después de haber prometido una suerte de rebelión contra la troika (Comisión Europea, Banco Central Europeo y Fondo Monetario Internacional). Terminó marcado por las limitaciones dictadas por los acreedores y, sobre todo, por la crisis que llevó a su país al borde del Grexit (salida del euro).
En el planeta nunca hubo tanta democracia y alternancia. Es paradójico el desinterés en la política, reflejado en los altos índices de abstención en muchas elecciones, así como en el escaso entusiasmo frente a la posibilidad de cambio. En un sondeo realizado en 60 países, Gallup concluyó que uno de cada 10 encuestados pensaba que el gobierno no obedecía la voluntad del pueblo. En casi todos primaba un gran descontento con la democracia por el populismo, la xenofobia y los fantasmas de la inseguridad, avivados en Europa por el desempleo, la ola de refugiados proveniente de Medio Oriente y el terrorismo.
La erosión de la confianza en los políticos ha hecho emerger en Europa a partidos de extrema derecha, habitualmente en las antípodas de la democracia. La utilizan como un trampolín para alcanzar el poder y, después, manejarlo a su antojo. La desigualdad también alienta esos engendros y, como la opción es entre malo o peor, justifica la corrupción de algunos gobiernos que, supuestamente embanderados con la causa de los más vulnerables, castigan a la clase media y, en silencio, responden al uno por ciento privilegiado.
Los europeos siempre han creído más en el Estado y en los partidos que los norteamericanos, pero, según Eurobarómetro, esa percepción ha decaído: dos tercios se muestran escépticos frente a los mensajes de los políticos. Los ven como gestores competentes del statu quo, inclusive a aquellos que levantan el puño a la usanza del Che Guevara, van desaliñados y se resisten a usar corbata. Puro marketing electoral.
 
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