Ocho días median entre la dimisión de la primera ministra británica, Liz Truss, y la designación de un nuevo líder del Partido Conservador. Casi nada. La sucesión a plazo fijo, el 28 de octubre, corre el riesgo de ser precipitada. El último proceso de selección duró dos meses mientras Boris Johnson, que había renunciado, permanecía en Downing Street. 

Los tories fueron desechando candidatos hasta que Truss se impuso a Rishi Sunak, ex secretario del Tesoro, el 5 de septiembre. Recibió al día siguiente la bendición de Isabel II, fallecida dos días después. Tras 44 días de vértigo, Truss tiró la toalla frente a Carlos III.

Su mandato resultó ser el más breve de la historia. El récord anterior: los 119 días de George Canning, de abril a agosto de 1827, antes de morir. En cierto modo, Truss sufrió su propia agonía, la política, poco después de deshacer las maletas en Downing Street. Quería verse reflejada en el espejo de Margaret Thatcher, pero su fallido plan económico remeció los mercados y derivó en un caos financiero en medio de una inflación inquietante de dos dígitos, la mayor en cuatro décadas. Los mismos conservadores comenzaron a formar fila para exigirle la dimisión. Con virajes y más virajes rompió la disciplina interna del partido gobernante.

Tres renuncias de tres primeros ministros conservadores desde 2016, cuando Theresa May sucedió a David Cameron, no ponen al Reino Unido a la altura de Italia, con sus 67 gobiernos en 76 años, 11 en las últimas dos décadas, pero los británicos presentían que no eran inmunes a la inestabilidad política y económica.

“Bienvenidos a Britaly”, resumió la revista The Economist cuando criticó a Truss y su ministro de Economía, Kwasi Kwarteng, por exaltar la supuesta estabilidad británica frente a los servicios públicos deficientes y el bajo crecimiento de Italia y los países del sur de Europa. Sonó como una advertencia, más allá de la arrogancia.

Toda comparación entre países resulta contraproducente para cualquier mandatario. De estupideces de ese calibre está lleno el anecdotario. El fuego amigo, con la renuncia de la ministra del Interior, Suella Braverman, tras incumplir las normas por enviar un documento oficial desde su cuenta personal de correo electrónico, y una enmarañada votación sobre fracking para gas de esquisto enredada de la bancada conservadora de la Cámara de Representantes sellaron el destino de Truss. Su partido queda a merced de sí mismo, esmerilado por los laboristas de Keir Starmer, con una ventaja creciente en las encuestas.

Mientras se acerca el frío, no solo el de los conservadores, suben las tarifas de la energía, cae la libra frente al dólar, aumentan las hipotecas, declina la salud pública y empeora el transporte por presión de los sindicatos. De poco le sirvió a Truss culpar a la pandemia y la guerra en Ucrania, por más que tengan mucho que ver en las crisis contemporáneas.

Si Thatcher tuvo su invierno del descontento entre 1978 y 1979, Truss no llegó a convencer a los británicos con la certeza de ser la única respuesta otoñal porque no tenía un chivo expiatorio cercano. Los laboristas, en el caso de Thatcher.

Los conservadores llevan 12 años en el poder. Tienen ocho días para resolver sus entuertos y recuperar la confianza antes de las elecciones generales de 2024. Los candidatos deben ser nominados por dos legisladores conservadores. Las rondas de votaciones acortan la lista hasta que quedan dos. 

May se convirtió en líder en menos de tres semanas después de la renuncia de Cameron y de los demás contendientes a mitad de la carrera. Johnson enfrentó al actual ministro de Economía, Jeremy Hunt, dos meses después de la renuncia de May. Truss la Breve demoró el mismo tiempo en arribar a Downing Street. Apenas pudo desempacar.