¿Ganó Guillermo Lasso las presidenciales de Ecuador o las perdió el delfín de Rafael Correa, Andrés Arauz? ¿Repunta por méritos propios Keiko Fujimori en las encuestas para la segunda vuelta en el Perú o pierde fuelle el maestro de escuela Pedro Castillo, enrolado en la izquierda radical? ¿Conservó Isabel Díaz Ayuso la presidencia de la Comunidad de Madrid por su filiación al opositor Partido Popular (PP) o por ser la antítesis de Pablo Iglesias, exvicepresidente del gobierno socialista de Pedro Sánchez?

En Argentina, sin ir más lejos, ¿el voto contra el gobernante Frente de Todos supera la adhesión a Juntos por el Cambio? Las encuestas pueden fallar, pero suelen auscultar el ánimo de las sociedades.

En Ecuador, con voto obligatorio como Argentina, rige una veda para difundir sondeos en los 10 días previos a las elecciones. Hasta ese momento, Arauz marchaba al frente como virtual sucesor de Lenín Moreno.

El resultado de las elecciones del 11 de abril, más allá de la victoria de Lasso con una diferencia ínfima del 4,72 por ciento, demostró que manda la llamada polarización afectiva. O que prima más el rechazo al perdedor que el apego al vencedor.

La pandemia terminó de desnudar las desigualdades y otras miserias. Los arietes de las campañas van más por lo negativo que por lo propositivo. Lasso había perdido frente al presidente Moreno y, cuatro años después, salió airoso por poco en la primera vuelta frente a Yaku Pérez mientras Correa ventilaba sospechas de fraude desde el exilio.

Le era más cómodo a Arauz lidiar con un banquero que iba a correrlo por la derecha que con un candidato indigenista que iba a hacerlo por la izquierda. Por ambas márgenes también quedó cautivo el Perú después de un quinquenio aciago con cuatro presidentes de repuesto.

Gran disyuntiva: ¿la vuelta del clan Fujimori, con un 60 por ciento de rechazo, o el estreno de un defensor de Nicolás Maduro? El desencanto tiene la cara de Colombia, sumida en el caos de cortes y bloqueos y la militarización del espacio público, con la consecuente y lamentable pérdida de vidas, a raíz de una reforma tributaria impopular, impulsada y desechada por el presidente Iván Duque, peón del expresidente Álvaro Uribe.

Era la tercera reforma en tres años, de haberse concretado, en un ambiente crispado desde 2019 tanto por las políticas económicas y sociales de Duque como por el manejo de los acuerdos de paz con las FARC, los crímenes de líderes sociales y, cuándo no, la malversación de fondos y la corrupción.

Una chispa desencadenó el caos, como en Chile el aumento de la tarifa del metro. La represión ordenada por Sebastián Piñera durante las protestas resultó ser el preámbulo de la próxima Constitución, sucesora de la heredada del régimen de Pinochet. La pérdida de confianza se codea con otra aún peor. La de la ilusión.

Que aquello que venga sea menos malo, no mejor que lo anterior, como si se tratara de nivelar para abajo. La crisis sanitaria aportó lo suyo. Mostró la vulnerabilidad de las clases baja y media de acá, allá y acullá, desprotegidas ante un tsunami de reproches. El escándalo del amiguismo salpicó a varios países por la distribución irregular de las vacunas. Vergonzoso.

No hay Estado, por más presente que se haga llamar, que pueda sostener en forma permanente una asistencia que, como ocurre en Argentina, se ha convertido en una rutina del clientelismo político. La política no es un oficio ni una profesión, sino una elección individual en la cual, se supone, aquel que siente vocación por ella debería predicar con el ejemplo. Están haciendo lo contrario, muchachos.

La falta de legitimidad derrapa en el desinterés popular, más allá de la exaltación de la democracia participativa y otras definiciones poco creíbles. ¿Por qué Duque impulsaba en Colombia la Ley de Solidaridad Sostenible, finalmente cajoneada, y en Argentina se llama Aporte Solidario un impuesto en toda regla a las grandes fortunas?

Los eufemismos pintan de cuerpo entero otro ingrediente del minué de la decepción: la mentira. “La primera de todas las fuerzas que dirigen el mundo es la mentira», dispara Jean-François Revel en su libro El conocimiento inútil. La mentira, precisamente, pone los intereses particulares sobre los colectivos.

En ese juego, la dinámica de la confrontación alienta a los extremos, caso Brasil, caso Bolivia. ¿Quién gana? El desafecto político. En Chile, el cuerpo voluntario de bomberos tiene mejor reputación que las fuerzas armadas y policiales.

Los carabineros cayeron del tercer puesto en 2016 al número 159 en 2020, según el Estudio Icreo de la consultora Almabrands. El economista alemán Albert Hirschman dejó dicho que los miembros de una asociación pueden adoptar tres actitudes en circunstancias difíciles: lealtad, oposición o renuncia.

La autocracia, tumor de la democracia, lleva a bajar la guardia o, en el caso de Liz Cheney, hija del vicepresidente norteamericano que se ganó el apodo de Darth Vader durante el gobierno de George W. Bush, a la expulsión por contrariar las denuncias falsas de Donald Trump tras su derrota en las presidenciales.

Cheney preside la Conferencia Republicana en la Cámara de Representantes, el tercer cargo de importancia en ese ámbito. Los suyos evalúan destituirla por rebatir las teorías conspirativas de Trump sobre el fraude electoral, refutadas por los tribunales, los gobiernos estatales y el Congreso, tomado por los muchachos trumpistas para impedir la certificación de la victoria de Joe Biden.

Gran favor se hacen a sí mismos en medio del bochorno. ¿Fake news? The Washington Post verificó 30.573 mentiras de Trump durante sus cuatro años de gobierno. Más de 20 por día, según las psicólogas María Ángeles Molpeceres y Berta Chulvi Ferriols. Una paradoja de diván.

“¿Es que a la ciudadanía nos gusta que los políticos nos mientan?”, se preguntan. Trump obtuvo más de 72 millones de votos en las elecciones. En su libro Post-truth (Posverdad), Lee McIntyre, investigador del Centro de Filosofía e Historia de la Ciencia de la Universidad de Boston e instructor de Ética de la Escuela de Extensión de Harvard, cuenta que los autobuses de Londres exhibían propaganda a favor del Brexit con consignas imaginarias.

“La Unión Europea utiliza los impuestos de los británicos para financiar las corridas de toros en España”, rezaba una de ellas. Ganaron aquellos que querían el divorcio de la Unión Europea, con el primer ministro Boris Johnson a la cabeza, y perdieron aquellos que rebatían la mentira. Otro voto negativo, por más que haya sido presentado como propositivo y verosímil.

En estos tiempos de fatiga democrática y pandémica vale más apostar en contra que a favor, razón por la cual el discurso carga tintas en desmedro de aquellos que piensan diferente, ninguneándolos o tildándolos de traidores a una causa supuestamente épica o patriótica. La imagen negativa se cotiza más alta que la positiva. No es cuestión de ganar, sino de no perder.

Jorge Elías

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