A la batalla contra el desabastecimiento en las góndolas le siguió la intimación a proveedores de materiales de construcción por no brindar la información requerida con el fin de verificar el suministro de insumos. Días más tarde, le sucedieron las mesas de diálogo sectoriales conformadas por el Poder Ejecutivo con industrias clave.

El miércoles, los empresarios se desayunaron con la noticia. “No se dijo una sola palabra”, admiten caras conocidas del sector privado que participaron de los encuentros. Aunque se habló de los pasos a seguir, aseguran que en ningún momento se mencionó el esquema de monitoreo que el Gobierno acaba de implementar y alcanzará a casi 1.000 empresas, bajo el Sistema Informativo para la Implementación de Políticas de Reactivación Económica (SIPRE). De ahora en más, buena parte de los rubros que participaron de las reuniones deberán comunicar mensualmente precios de venta vigentes y stocks.

Aunque para la Secretaría de Comercio se trata de una herramienta para “alertar de forma temprana sobre faltantes”, para el empresariado no es más que otro “perverso mecanismo de inspección” que imita el accionar de Guillermo Moreno, aunque “de manera más sutil”. La Unión Industrial Argentina (UIA) lo definió como una “avanzada sobre la actividad privada que agrava el clima de negocios”, mientras que para la Asociación Empresaria Argentina “lejos de generar condiciones que contribuyen a mejorar las inversiones, la intervención empeora el panorama”.

Las empresas ya preparan su táctica. Acorraladas por la ofensiva del oficialismo, por lo bajo deslizan que su estrategia se asimilará a un “boicot”. Sin margen para ajustar los precios a partir del constante aumento de los costos, y a costa de una creciente pérdida de rentabilidad, deciden producir menos. Aunque el control sea efectivo en el corto plazo, más temprano que tarde genera un efecto contraproducente.

Pero el Gobierno tira de la cuerda. Con la defensa de la producción nacional como norte, parece ir por todo y dejó en claro que recurrirá a las sanciones. Un antecedente reciente: las imputaciones que realizó a las alimenticias que habrían incumplido la intimación a “ampliar su producción hasta el más alto grado de su capacidad instalada y asegurar su distribución para satisfacer la demanda”.

Lo cierto es que resulta discutible la conveniencia del control de precios como herramienta para combatir la inflación. Pese a los esfuerzos del Gobierno por contener su avance, la realidad parece no darle la razón. A un año de Precios Máximos, el programa que obligó a congelar los precios de una serie de bienes de consumo masivo, los valores de los alimentos superaron el promedio del Índice de Precios al Consumidor (IPC) y cerraron 2020 con un 43,9%. La categoría, componente esencial de la canasta de consumo, vuelve a encabezar las subas en lo que va de marzo, con un alza del 1,4% la semana pasada, la más alta desde mediados de enero, según datos de la consultora LCG.

En 1953, Perón instó a dar “leña” a quienes aumentaran los precios. Cientos de comerciantes terminaron presos. Logró bajar la inflación al año siguiente, pero debió readaptar su proyecto. Su ministro de Economía, Alfredo Gómez Morales, puso en marcha un plan de ajuste fiscal, la receta ortodoxa para frenar la suba de precios. En 1973, con la vuelta del peronismo, el ministro José Ber Gelbard aplicó el plan Inflación Cero, basado en un nuevo congelamiento de precios, carente de disciplina fiscal y monetaria, que derivó en el Rodrigazo.

El ministro de Producción, Matías Kulfas, y su par de Economía, Martín Guzmán, reconocen que el problema es “multicausal” y que no alcanza con aplicar controles. Pero, mientras tanto, en la práctica, avanza el intervencionismo.