Cuando llegué a mi trabajo ese día, el señor que custodiaba la entraba esta mirando televisión. "Mira" me dijo, "una avioneta se estroló contra una de las Torres Gemelas". Eso se creyó al principio, un accidente, una desgracia. Me quede unos minutos mirando con él, comentando lo disparatado de la situación.

Y mientras mirábamos, vimos llegar el segundo avión. No entendíamos que pasaba. Nadie lo entendía. Cuando se supo del ataque al Pentágono se empezó a comprender. 19 terroristas, aparentemente pertenecientes a una red de la que nadie había oído hablar hasta entonces, Al Qaeda, habían decidido atacar los Estados Unidos, liderados y organizados por señor llamado Bin Laden, entrenado por la CIA.

Dicen que no hay peor cuña que la del mismo palo, y Bin Laden puso al mundo de cabeza. Al margen de la masacre, de la operación que la generó, casi artesanal, de los miles de muertos, del estrépito, el mundo viró.

Los Estados Unidos, símbolo de la libertad y el respeto a los derechos civiles se transformaron en un estado policíaco, perseguidor de todo turbante o tez oscura que anduviese por ahí. Los cielos, fueron surcados por la Fuerza Area que como toda fuerza militar, no actuaba dentro de territorio estadounidense, hasta entonces. Cruzaron su Rubicón, como César con sus tropas, cuando por primera vez, ejércitos romanos invadieron Roma.

Tomar un avión se transformó en una requisa carcelaria, y ni bien reaccionó, la política norteamericana debió dar respuesta, ante una sociedad estupefacta que clamaba venganza.

Debía encontrarse un culpable inmediatamente y Bin Laden se adjudicó los atentados. Pero eso fue un problema. Se trataba de un hombre al que hallar en un mundo, una aguja en un pajar, el enemigo no era un estado hostil, fácil de identificar en un mapa. Y Al Qaeda, la organización terrorista a la que Bin Laden pertenecía, era apátrida, se distribuía entre muchos países de oriente medio, entre ellos algunos aliados, como Arabia Saudí y Emiratos Árabes.

De modo que se debían definir enemigos a los cuales atacar. Uno fue Irak. Allí había en el gobierno, un demonio ya creado por George Bush padre: Saddam Hussein. Los norteamericanos ya habían invadido una vez Irak, hacía poco, conocían el terreno, habían dejado en su anterior incursión un país debilitado y frágil, era momento de volver.

El otro enemigo fue Afganistán, en cuyas montañas había bases de Al Qaeda, como en otros países de la región, como en Pakistán, aliado de los Estados Unidos, propietario de armas nucleares con permiso norteamericano, para "mantener el equilibrio en la región".

Los afganos tenían un régimen gobernante que recién había ganado una guerra civil, el de los Talibanes, que se habían impuesto después de ocho años de lucha a los Señores de la Guerra, los Muyahidines, que a su vez antes, habían estado diez años en guerra con el Ejército Rojo de la Unión Soviética, que los había invadido.

Afganistán era muy frágil y muy pobre. Once años de guerra en continuado, miseria, desierto y un régimen como el de los Talibanes cuyo carácter teocrático radicalizado, lo transformaba en una "amenaza". Allí también invadieron los estadounidenses, en respuesta al ataque a las Torres.

Casualmente acaban de retirarse del país, después de 20 años, sin haber cambiado nada, sin haber aportado nada, incluso sin haber derrotado a los Talibanes, que regresaron al poder dos décadas después, ni bien los estadounidenses avisaron que dejaban el país.

En el medio siempre miles de muertos. La mayoría civiles, la mayoría muy pobres.

El mundo se volteó de cabeza, por un árabe radicalizado entrenado por la CIA, que puso en jaque la seguridad del país mas poderoso del mundo, en el que nadie, nunca más, volvió a sentirse totalmente seguro, en el que los derechos civiles, puntal de su organización social, pasaron a segundo plano en pos de la seguridad y en el cual nunca nada volvió a ser igual.