El sábado fui por primera vez en dos años al cine a ver "La crónica francesa", de Wes Anderson, una película bellísima que homenajea al periodismo que cuenta buenas historias, que cuida el lenguaje, que valora las buenas plumas: todo lo que va decayendo en la era del clickbait. Por sus recursos cinematográficos y la creatividad de las imágenes merece ser vista en pantalla grande.

Muchos de los que nos acercamos a los cines después de este largo intervalo confiábamos en que las salas tomarían medidas sensatas de higiene para preservarnos a todos. La ocasión lo merecía y con mi esposo nos pusimos nuestros mejores barbijos para aventar cualquier virus que anduviera dando vueltas. 

La advertencia sobre el uso del tapaboca está en la página de internet a la hora de sacar las entradas y es lo primero que aparece en pantalla al ingresar a la sala, con un cartelón que indica que está terminantemente prohibido sacárselo durante la función y enumera una serie de excepciones: niños/as menores de 2 años, personas con condición de trastorno del espectro autista, personas con problemas para respirar, personas que no puedan sacarse el tapabocas sin ayuda. El cartel se olvida de incluir una clase privilegiada que también está eximida del uso del barbijo: los consumidores de pochoclo.

Sin límites de aforo, una familia numerosa con un descomunal balde de pochoclo nos recibió apoltronada al lado de nuestros asientos. Por supuesto que ninguno usaba barbijo y todos competían para meter la mano en el balde. Quisimos cambiar de lugar y nos topamos con una imagen de pesadilla: decenas de espectadores avanzaban como zombis con los barbijos en la pera y los baldes bajo el brazo.

El balde de pochoclo en el cine es un retroceso para la humanidad. Hace tiempo le dediqué unas palabras a una mujer que movió ruidosamente sus maxilares de principio a fin en una película de suspenso. El chirrido dental, el ruido de la mano hurgando en el balde, el olor pegajoso, todo conspira contra ese ámbito sagrado, íntimo y compartido que es el cine.

Pero aunque no compartamos esta opinión sobre el pochoclo, la salud no debería estar en cuestión. La pandemia no terminó y el negocio de la venta de pochoclo –que se sabe que supera al de la venta de entradas- se llevó puestas las medidas sanitarias. Como bien reflexionó la acomodadora cuando la abordamos indignados porque nuestros vecinos estaban sin tapabocas: “No puedo pedirles que lo usen, con el barbijo puesto no pueden comer”. 

Un balde de pochoclo no es un caramelo que se come discretamente sino un chupete de azúcar que dura toda la película. Si hay pochoclo no hay barbijo, y si no hay barbijo, ni cuidado, ni distancia, no hay medida sanitaria que alcance.  Y va una pregunta a los expertos que toman estas medidas: si mi vecino estuviera afectado por el virus, ¿qué probabilidad existe de que no me contagie cuando mastica pochoclo durante dos horas sin barbijo cerca de mi oreja? . Mientras las autoridades no revisen esta política, muchos pensaremos dos veces antes de volver a  someternos al caldo de cultivo de los pochocleros.