Cuando el firmante de estas líneas tenía 15 años, para avisar en nuestra casa que íbamos a llegar más tarde, había que buscar en la calle un teléfono naranja, que funcionaba con cospeles que debían comprarse en un kiosko. Había que aspirar a que el mismo tenga tono y a que no le hubiesen arrancado el tubo, algo que, al menos en Flores, no era tan sencillo.

Si queríamos saber lo que pensaba un amigo que vivía a 10 cuadras sobre determinado tema, lo mejor era ir a verlo. Podía llamarse telefónicamente (por la línea fija obviamente), pero solían reprimirnos en nuestros hogares si la conversación duraba demasiado, por el costo de la misma.

Ahora bien, si queríamos saber lo que pensaba un primo nuestro que estaba en Madrid, había que pedirle el llamado a la operadora, esperar que te comunique y hablar a las corridas porque "te arrancan la cabeza", se decía. 

Ni por casualidad se nos ocurría querer saber lo que pensaba un desconocido. ¿Como accedíamos al pensamiento de alguien que no conocíamos sin viajar y charlar con la gente en calle? Imposible.

Si dicho primo se había ido hacía 10 años, y el tipo no tenía un narcisismo irresuelto y se dedicaba a mandar fotos suyas por correo postal dentro de un sobre, cuando lo volvíamos a ver era un desconocido. Pero mi primo vive hace muchos años en el extranjero y ahora lo veo casi todos los días, sube fotos a las redes sociales con su familia.

A los 18 me mudé  de barrio, y en el nuevo contexto, había a dos cuadras una pizzería muy buena, a la que había que ir a buscar la fainá rellena. No había delivery, ni mucho menos, aplicaciones.

Ejemplos menores de la vida cotidiana, de quien, en algún momento, se vio sorprendido en su idea del mundo al conocer que existía algo que se llamaba fax, alguien  que dejó de comprar discos para adquirir cassettes y subirse a la nueva ola.

Ni siquiera me refiero a los chicos que nacieron con un teléfono inteligente en la mano, la pregunta se refiere a nosotros, a los que navegamos por un océano de novedades buscando sobrevivir y al fin de cuentas, mal que mal, nos adaptamos y aprendimos a vivir esta otra vida. Nosotros, ¿estamos en condiciones psicológicas de vivir sin Mark Zuckerberg ?.

Aventuro que no. Miramos el celular cada 5 minutos, cada 8 si estamos de vacaciones, por si alguien se quiso comunicar. Vemos a nuestro primo y a su hijo que no conocemos y vive afuera, lo vemos crecer, lo queremos por las redes. Resolvemos la cena con ese mismo celu y ya no compramos ningún tipo de elemento reproductor de música, porque usamos Spotify. 

No hacemos colas en los bancos, ni siquiera en Rapipago, una modernidad pasada de moda. Pagamos todo desde el mismo teléfono. No llamamos a casi nadie, mandamos un mensaje de audio, y nos responden desde París. Sabemos lo que piensan todos aquellos sobre los que tenemos interés, lo googleamos, ubicamos sus cuentas en redes, coincidimos o rechazamos su opinión.

El impacto psicológico del eventual desmoronamiento del imperio Zuckerberg y sus similares o aledaños, podría ser insoportable. Retroceder 35 años y volver a vivir aquella vida puede ser un sueño nostálgico de algunos, pero adaptamos nuestro cerebro, en todo este tiempo, a alto costo, para acomodarnos a un vertiginoso desarrollo, y aunque hayamos vivido aquel mundo no estamos preparados para un repentino y brutal retroceso.

Ayer se  vivió durante 7 horas, una película distópica, un The Walking Dead sin zombies, o sin tantos, donde volvimos casi a desplazarnos a caballo, o a raspar piedras para prender el fuego, y fue impactante.