Mario Delgado tiene 59 años y una mirada larga y tranquila. Supo ser panadero, pero en la crisis de 2001 lo perdió todo. Durante los últimos siete años vivió, junto con sus cuatro perros, bajo un árbol en plaza Lavalle, donde se convirtió en cuidacoches.

Trabaja desde las 9 de la mañana hasta las 9 de la noche. Es, por decirlo de alguna manera, el jefe del estacionamiento judicial. Trata habitualmente con magistrados y abogados. "Me dejan las llaves de sus autos. Yo se los cuido. Me tienen confianza", cuenta Mario.

Hoy, gracias a la ayuda social, ya no tiene la copa de un ombú como techo. Mario tiene casa -un cuarto, en realidad- cuyo alquiler paga todos los meses. El gobierno de la ciudad le consiguió un subsidio. Pero él lo rechazó al primer mes. "Con mi trabajo puedo pagar esa pieza", dice.

Ahora tramita un crédito para microemprendimientos. Quiere volver a su oficio, el de panadero. Con la mirada un poco esquiva al principio, sus respuestas son monosilábicas. Poco a poco se afloja, toma confianza y empieza a contar.

Vivía en el campo, se casó a los 18 con una chica de 16. Tuvo cinco hijos a los que no ve desde hace veinte años, aunque mantiene contacto con su hija mayor, que vive en California.

Mario dice que su padre los abandonó a él y a sus hermanos cuando era muy chico. Incluso, él se cambió el apellido y usa el de su madre. Cuando la recuerda, le tiembla la voz y los ojos se le llenan de lágrimas. "Mi vieja me enseñó todo lo que soy, los valores que tengo", dice.

Se separó de su mujer, de la que no quiere hablar, hace muchos años. "Igual me hice cargo de mis hijos", aclara. Trabajó en varias panaderías, hasta que pudo tener la propia. "Hacía las medialunas de grasa", cuenta. La crisis de 2001 lo fundió, y en 2002 las deudas terminaron de ahogarlo. "Me quedé con un bolso de ropa y mi perro", recuerda. "La primera noche que estuve en la calle dormí en la vereda del que había sido mi negocio. Había una tormenta terrible, unos truenos había... no me olvido más", recuerda.

A partir de entonces, su vida pasó por lugares prestados, hasta que construyó un refugio abajo de un árbol en la plaza Lavalle. "Me había armado una carpa con un nylon grande. Adentro, tenía dos colchones, una garrafa con la que me cocinaba, una radio y un televisor", dice sobre el que fue su hogar durante siete años. No le pidió ayuda a nadie, ni siquiera a su familia, a la que prefiere no molestar con sus problemas.

A pesar de todo, nunca dejó de trabajar. "Seguí buscando laburo, pero cuando me quedé en la calle yo ya estaba grande para el mercado laboral", explica. Entonces, comenzó a ganarse la vida cuidando los autos que estacionan al frente del Teatro Colón. Allí los conductores le dejan las llaves de su vehículo. "Éste es un estacionamiento judicial, por eso, cuando la gente deja el auto, me da la llave. Así, si viene un juez yo puedo correr el auto y lo ubico en otro lado", cuenta y muestra el manojo de llaves que guarda celosamente. "Acá todos me conocen; nunca nadie se quejó de mi comportamiento", asegura.

Desde que está en la calle, Mario vive con sus perros; hoy son cuatro que van con él a todos lados. Tanto es así que varias veces desde el gobierno de la ciudad le ofrecieron ir a paradores; se negó porque no quería abandonar a sus mascotas.

Judith Windecker es gerenta de Asistencia Integral a los sin techo, del Ministerio de Desarrollo Social del gobierno de la ciudad de Buenos Aires (GCBA), que encabeza Carolina Stanley. Judith es una de las personas que más conocen a Mario. Durante siete meses lo visitó todos los días para acercarse a él y ayudarlo. "La tenía pegada como una garrapata", asegura él. Judith rescata el hecho de que Mario es un hombre sano. "No tiene vicios, salvo el cigarrillo", dice. Él lo reafirma.

Windecker lo describe como alguien generoso. "Me marcaba a otras personas que estaban como él para que las ayude", cuenta ella. Según la funcionaria, muchos sin techo pudieron resolver su problema gracias a este hombre.

Después de meses de trabajo, que incluyó ganarse su confianza y conocer sus necesidades, Windecker logró que Mario acepte salir de la calle. En septiembre del año pasado el Ministerio le alquiló una habitación en la villa Rodrigo Bueno, lugar que él eligió. "Le dimos una cama con colchón, porque los que él tenía estaban en malas condiciones; también una mesa, sillas y alimentos como para que empiece", cuenta la funcionaria.

Además le otorgaron un subsidio habitacional para que pudiera pagar el alquiler. Pero al mes de recibir la ayuda renunció a ella, porque dice que con su trabajo puede pagar la habitación. Lo que sí aceptó es que una camioneta lo pasa a buscar de lunes a viernes, entre las 9 y las 9.30, para llevarlo a la esquina de la plaza que fue su casa para trabajar. Mario va y viene con sus perros.

Actualmente, Desarrollo Social le tramita el DNI y la libreta sanitaria. Además, desde el organismo proyectan ayudarlo con un crédito para microemprendimientos. Así, Mario podría dedicarse a su oficio de panadero. "Ya estoy grande, pero me queda un poquito así de esperanza", dice juntando los dedos. Cuando se le pregunta si es feliz, responde con un "sí" rotundo.

El hombre, que estaba sentado en el piso, deja la charla y se levanta. Hay alguien que necesita la llave de su auto y él tiene que hacer su trabajo.