(Por Esteban Jacyna) Imposible calcular el tamaño de una roca a la distancia. Puede medir metros o centímetros. No hay referencias a escala humana. Ya no hay vegetación ni rastros para aventurar medidas. El estrecho sendero por delante se pierde entre las lajas partidas y una quebrada obliga a esconder en una curva la precaria huella que dejan las mulas que marchan a la vanguardia. Son todas piedras, más o menos grandes, son todas distancias más o menos lejanas.

Una raya caprichosa cruza, levemente oblicua, el cerro de enfrente. La intriga de lo geométrico incita a la especulación del lego pero sorpresivamente una presencia curiosa acerca una respuesta. Curiosidad propia y ajena. Miramos y nos miran. Por un instante la tropilla de guanacos parece escrutarnos. Inmóviles, en un equilibrio inexplicable desafiando leyes físicas nos entregan por unos segundos una imagen imborrable. Su fugacidad vence a nuestros reflejos y nuestra cámara fotográfica llegará tarde. En un instante, los invade el alerta o los abandona el interés por nosotros y así como aparecieron, desaparecen entre los ocres inmensos y las pendientes imposibles.

La marcha no se cuenta en kilómetros sino en horas. Un badén se transforma en un escollo. Decidir, sin destreza, por donde cruzar con el riesgo de la caída, aconseja confiar una vez más en el animal. Precavido va tanteando con sus manos la firmeza del lecho. Un paso le sigue al otro y un tambalear alarmante se combina con el estruendo de las rocas sumergidas en las aguas del deshielo torrentoso.

Cruzar el mismo riacho una, dos, diez veces; torna inútil llevar la cuenta. La pendiente o la fragilidad de la ladera que cae aguda hacia las aguas, obliga ir alternando de orilla una y otra vez.

San Martín mandó a estudiar en detalle cada desfiladero. El saber de los baqueanos, entonces y ahora, se pone a prueba cada verano. Después de cada invierno el terreno cubierto por metros de nieve vuelve a aflorar. Los deshielos ordenan y desacomodan una vez más el, a nuestros ojos, caótico despedazamiento de las montañas. Los desmoronamientos, los cursos cambiantes del agua río abajo, las pendientes más o menos empinadas, mutan año tras año siguiendo una dinámica eterna.

Sutiles cambios que hacen inconmensurable a la mole andina. Por un instante nuestra efímera existencia se cruza con la eternidad.

Distancias.