Sobre la hora, el Parlamento griego aprobó en 2011 un plan de austeridad impopular para evitar una devastadora bancarrota. Miles de personas clamaban en la céntrica Plaza Sintagma y otros barrios de Atenas contra los errores de los políticos y la codicia de los banqueros. Hubo heridos y destrozos. Diez años después del ingreso de Grecia en la Unión Europea (UE), rechazado inicialmente en 1999, muchos se preguntaban qué habían hecho mal. Otros se preguntaban si la UE debió aceptar a un país que distaba de alcanzar sus metas fiscales y que, en 2001, dibujó sus números para cumplir con los requisitos.
Los griegos, indignados como los españoles, los islandeses, los norteamericanos y los ciudadanos de otras latitudes, protestaban contra un plan que acarreaba ajustes, privatizaciones y alzas de impuestos. De no ser aprobado, Grecia iba a quedarse sin el quinto tramo del préstamo acordado con la UE y el Fondo Monetario Internacional (FMI) para zafar del default (cesación de pagos). La eurozona debía mitigar el pánico en los tambaleantes mercados de deuda de Irlanda, Portugal, España e Italia. El temblor podía repercutir hasta en el sistema financiero de los Estados Unidos.
El gobierno socialista del primer ministro griego, Yorgos Papandreu, se veía en el espejo de un país en llamas. La emergencia planteaba dudas por la indisciplina fiscal, el pésimo manejo económico y la imprudencia bancaria. Curiosamente, la mayoría de las firmas financieras había obtenido ganancias e incrementado su capital en la última década. En medio de la confusión, aupada por los aganaktismeni (indignados), emergió Syriza (abreviatura en griego de la Coalición de la Izquierda Radical), instalada desde las legislativas de 2004 como amalgama de varios partidos de izquierda.
Su líder, Alexis Tsipras, ganó las legislativas anticipadas del 25 de enero de 2015 antes de que se celebraran. Fueron las sextas elecciones desde que estalló la crisis. ¿Tiembla la UE? Pablo Iglesias, líder de Podemos, voz de los indignados españoles, alentó la ruptura con los dictados de la troika (Comisión Europea, Banco Central Europeo y FMl), cuyas palmadas nunca se sabe si son aplausos o bofetadas de la canciller de Alemania, Angela Merkel. Hasta ahora, ninguno de los partidos antisistema, enervados al calor de las protestas, había tomado las riendas de un país con la mayoría parlamentaria.
Lo logró Syriza en Grecia, el eslabón más débil de la UE y, acaso, el más perjudicado desde hace dos siglos por su burocracia exagerada. Es una de las más aparatosas de Europa. La proporción de empleados públicos por habitante supera a las de Bélgica, Francia, Alemania y Gran Bretaña, entre otros. La tendencia se ha afianzado. De ser el Estado parte de la solución, Grecia estaría en la gloria. En 2008, a raíz del colapso del sistema hipotecario de los Estados Unidos, el Estado parecía ser la solución. En 2015, por la escasa confianza en la palabra empeñada por el gobierno, el Estado ha vuelto a ser el problema.
En Grecia, con un desempleo que roza el 26 por ciento, la muchachada expresaba con capuchas, palos y bombas incendiarias su impotencia por ganar poco y vislumbrar menos. Tsipras, reacio a las políticas de austeridad, ha prometido abandonar el rescate y reestructurar con una quita de más del 50 ciento la abultada deuda griega, de 300.000 millones de euros, algo así como el 174 por ciento del Producto Bruto Interno (PBI). Esto, sin salir de la eurozona, significa conservar el euro como moneda de curso legal y aplicar un plan de choque para aliviar la crisis humanitaria. Un tercio de la población trastabilla en el umbral de la pobreza.
Los griegos están furiosos. En solidaridad con los políticos griegos, sus homólogos de la eurozona culpan a los especuladores y tratan de brindarles ayuda sin condicionarlos con una reestructuración de la deuda ni con el endurecimiento de la disciplina fiscal. El Bundestag (Parlamento alemán) aprobó por escaso margen en 2011 una contribución de 148.000 millones de euros al colosal fondo de rescate de la moneda, de 750.000 millones. Atribuyeron esa decisión al tesón de la canciller Merkel a pesar de la rebelión en sus filas. La palmada pareció ser entonces un aplauso. Luego, apremiada por los acreedores, se transformó en una bofetada.
Ningún rescate asegura solvencia. Las bolsas se disparan un lunes y se precipitan un martes. En ellas también rige la política, barómetro de la confianza. La sociedad civil, en situaciones dramáticas, difícilmente influya donde casi nada puede hacerse sin la venia del Estado. En octubre de 2009, las agencias calificadoras de riesgo avisaron con la depreciación de la calidad de la deuda griega que se avecinaban tiempos difíciles. En poco más de seis meses, los europeos comenzaron a prepararse para las exequias del Estado de bienestar.
Por la victoria de Syriza pagan los platos rotos los partidos tradicionales, como Nueva Democracia, del primer ministro conservador Andonis Samaras, y el Pasok (Movimiento Socialista Panhelénico), fundado por Andreas Papandreu. La versión griega del neonazismo, Aurora Dorada, cuyos líderes están en prisión preventiva, alcanzó un preocupante tercer lugar en momentos en que movimientos de esa calaña, como Pegida (iniciales en alemán de Patriotas Europeos Contra la Islamización de Occidente), inquietan a Alemania y otros países.
El 9 de mayo de 1950, el ministro de Asuntos Exteriores de Francia, Robert Schuman, planteó la necesidad de asociarse con Alemania para administrar el carbón y el acero. La Declaración Schuman fundamentó a la UE. Seis décadas después, el 9 de mayo de 2010, la coalición entre democristianos y liberales de la canciller Merkel sufrió una categórica derrota electoral en un enclave alemán importante. Era la señal del rechazo popular a la ayuda para Grecia, un vecino en apuros. Coincidieron las fechas, no las circunstancias.
En Grecia no trepidó la economía por la amenaza de la bancarrota, sino la política por el abuso del clientelismo. Cuando se aprobó el rescate en el Parlamento, el presidente Karolos Papulias, pater familia de un pueblo atormentado, escogió con cuidado las palabras para trazar el peor escenario: estamos “al borde del abismo”. Ningún país desaparece por una crisis. Todas son presuntamente terminales, como la argentina en 2001. Ese año, casualmente, Grecia adoptó el euro. Su economía representa una década y monedas después el 2,4 por ciento del PBI de la eurozona. Su caída es un riesgo; puede ser contagiosa. Los bancos alemanes, británicos y franceses poseen miles de millones de euros en bonos soberanos griegos. Una cesación de pagos haría tambalear al euro y, según la canciller Merkel, a la UE.
Tras más de una década de membresía, ¿Grecia necesita a la UE o la UE necesita a Grecia? La aquiescencia ateniense, cuna de la civilización y de la democracia, hizo más por el país que su boletín de calificaciones. El último siglo está plagado de guerras, limpiezas étnicas, conflictos con sus vecinos turcos por Chipre y, cual estigma de la Guerra Fría, la dictadura de los coroneles entre 1967 y 1974. Si Grecia, familiarizada con el empleo público y los favores políticos como estrategias de supervivencia, no estaba preparada para integrarse a la UE, ¿por qué Bruselas encendió la luz verde?
En su crucial definición del plan de rescate, el ex primer ministro griego Papandreu carecía de una tabla de náufrago para conjurar la catástrofe del sistema financiero europeo y una virtual disolución del euro. De esa magnitud llegó a ser la crisis. El costo político, en jornadas violentas de huelga general, resultó colosal. En la depresión económica y la frustración social anida la razón de ser de la filial griega de los indignados, representados por Syriza y su líder, Tsipras. Su victoria cierra un ciclo o, quizás, estrena otro coronado con palmadas que, como está el patio, pueden deparar aplausos o bofetadas.
           
Sígame en Twitter @jorg_E_lias y @elinterin
Suscríbase a El Ínterin