Por primera vez en diez años el presidente de Bolivia, Evo Morales, tiene mandato a plazo fijo: su gobierno concluirá en enero de 2020. De haberse impuesto el sí en el referéndum para la reforma constitucional que iba a permitirle postularse para un cuarto período consecutivo, Morales podría haber gobernado hasta 2025. ¿Qué lleva a un presidente a intentar perpetuarse en el poder? "Cuando un político piensa que es imprescindible, nace un dictadorzinho", se excusó en su momento de impulsar una reforma con ese fin el ex presidente brasileño Luiz Inacio Lula da Silva, bendecido por la popularidad en el final de su gestión.
Del mismo modo concluyeron sus mandatos otros presidentes latinoamericanos, como Michelle Bachelet, de Chile, y Tabaré Vázquez, de Uruguay, reincidentes tras el período de espera que establecen sus respectivas constituciones. El afán de la reelección indefinida, reverso de ambos, no responde a una ideología en particular. En 1994, el presidente argentino Carlos Menem convalidó la reforma constitucional que le permitió ser reelegido al año siguiente y completar una década en el poder, como Alberto Fujimori en Perú.    
La rutina de las reformas constitucionales, las consultas populares y las elecciones generales ha consolidado en la región una democracia electoral, basada en las campañas y en los resultados de las urnas, en desmedro de una cultura republicana, basada en las instituciones y en los resultados de las gestiones. Pagó las consecuencias de ese afán de ir a contramano de la letra constitucional el presidente de Honduras, Manuel Zelaya, depuesto por un golpe de Estado en 2009. Era aliado de Hugo Chávez, cuyo único fracaso electoral fue habilitar para sí mismo, en 2007, la reelección indefinida, denostada por Simón Bolívar.
En las antípodas, Álvaro Uribe chocó contra la Corte Constitucional de Colombia cuando intentó convocar a un referéndum para ser candidato por tercera vez en 2010. Cuatro años antes había tramitado la reforma constitucional que le despejó el camino hacia el segundo mandato. La megalomanía afecta desde César, dictador perpetuo, al que, como Tales de Mileto, cae en un pozo por mirar las estrellas. Lo rescató "una sirvienta tracia, jocosa y bonita", según Platón. Le explicó que, por no bajar la cabeza, había perdido la noción de lo que estaba "ante su nariz y sus pies". Había perdido la noción de la realidad. Los griegos llamaban hybris a esa desmesura.
En América latina, el patrón de concentración del poder, legitimado en las urnas, depende de las mañas y de las artimañas de los presidentes de turno para vivir en estado electoral. “Lo único que puede vencerme, y no sé hasta qué punto, es la muerte”, dejó dicho Menem. Fue, curiosamente, el primer promotor de Chávez antes de convertirse en un símbolo descartable del denigrado neoliberalismo de los años noventa. El complejo de hybris, más que cualquier enfermedad, llevó a Chávez a plantearse la disyuntiva entre él o el abismo.
En el caso de Bolivia, más allá de las sospechas de corrupción de Morales ventiladas durante la campaña del referéndum, en la última década creció la economía, bajó la pobreza extrema y han sido reconocidos los derechos de los indígenas. Los bolivianos entendieron que el beneficio de inventario no podía vedar la alternancia en el gobierno. Toda hegemonía debilita el sistema de pesos y contrapesos que rige la división de poderes. Peor aún si no está sostenida por un partido, sino por un líder. Sufrió otra derrota la democracia de un hombre solo.
 
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