MADRID.– La muerte del mulá Mohamed Omar, supuestamente acaecida en abril de 2013, dejó de una pieza a su máxima creación, el régimen talibán, semillero de Al-Qaeda. El paradero de Omar era un misterio desde la invasión a Afganistán, encabezada por los Estados Unidos en 2001. En ese momento, tras la voladura de las Torres Gemelas, el autoproclamado emir de los creyentes recibió cobijo de Osama bin Laden, liquidado en mayo de 2011. Esta vez, después de muchos rumores sobre su deceso, parece que Omar murió. El anuncio tardío coincidió con el comienzo de las negociaciones entre el presidente de Afganistán, Ashraf Ghani, y el régimen talibán para acordar su enésima tregua.
De Al-Qaeda, fundada en Afganistán por veteranos del ala anticomunista que luchaban contra la invasión de la Unión Soviética y nutrida por mujahidines (combatientes) del régimen talibán, se desprendió en junio de 2014 el grupo sunita Estado Islámico (EI), también llamado ISIS, ISIL o, en árabe, Daesh. En Irak, cuyo territorio domina en parte como ocurre en Siria y en Libia, prevalece la rama chiita del Islam. El nombre de pila Omar es políticamente incorrecto, como Abu Bakr y Osman. Así se llamaron los tres primeros califas tras la muerte del profeta Mahoma. En orden, Abu Bakr, Omar y Osman.
En Afganistán, donde no priman esos prejuicios, el mulá Omar murió más veces de las que vivió. La primera fue a manos de la Dirección de Inteligencia Inter-Services (ISI) de Pakistán. Luego, dijeron, padeció un cáncer terminal. Más tarde, también dijeron, resultó víctima de insuficiencia renal. Lo cierto es que Omar, tal vez yerno de Bin Laden, tenía el obituario preparado desde hacía 14 años, aunque los suyos insistieran en estampar su firma en cada comunicado, inclusive después de su presumible muerte real en 2013. Esas cosas pasan. George W. Bush dio por muerto a Bin Laden en 2002, nueve años antes de ser ejecutado por los Navy Seal.
Omar era famoso en Afganistán por haber eliminado homicidas y adúlteros, y por haber demolido estatuas de Buda. Le temían y lo respetaban. En Irak, no menos de 3.000 personas cuyo nombre de pila era Omar se vieron forzadas a cambiárselo para preservar la vida, según los periódicos Akhbar Al Khaleej, de Bahréin, y El País, de España: “Simplemente por el nombre es posible establecer con muchas probabilidades de acierto la afiliación religiosa de una persona. Y en un país cada vez más dividido por líneas sectarias, con milicias de todas las confesiones imponiendo su ley, no es conveniente encontrarse en el lado equivocado”.
En el EI, ese nombre sunita puede ser simpático o pasar inadvertido. No así entre los chiitas, convencidos de que, tras la muerte de Mahoma en el año 632, el mejor postor para el califato era Alí, primo y yerno del profeta. Los chiitas (Shi'atu Ali, en árabe, o Partidarios de Alí) representan el 13 por ciento de la población musulmana. Son mayoría en Irak, Irán, Azerbaiyán, Bahréin y el Líbano. El cambio de nombre supone un salvoconducto o una forma de evitar ser discriminados en el trabajo y en las oficinas públicas. Prefieren no llamarse Omar. En castellano, vaya paradoja, anagrama de amor. De esos malentendidos también huyen los refugiados.
 
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